Dedicado a Leonardo Borregales C.

Es bien sabido en nuestro mundo actual, la importancia que reviste la relación afectiva de todo ser humano con ambos progenitores en el desarrollo armónico de su personalidad. Sin duda, cada vez se conoce y se entiende más sobre la necesidad de la presencia, el apoyo y el afecto tanto de la madre como del padre para la evolución sólida y armónica de los niños.

De tal manera que aquella creencia ampliamente divulgada, en la que se exalta a la madre como un ser insustituible y se minimiza al padre sólo a la condición de una célula necesaria para la procreación de un nuevo ser, cada vez tiene menos sustentación. Ciertamente, la conducta de muchos padres les ha hecho ganarse esta definición, alejándolos de su papel protagónico en la formación de sus hijos. Sin embargo, más allá de la pura genética, el rol del padre trasciende a la concepción biológica de un individuo, su desempeño es absolutamente inherente en la evolución de un ser íntegro y feliz. Ambos roles son complementarios en el sano desarrollo desde la infancia hasta la adultez. 

Crecimos escuchando el dicho que reza: «Madre hay una sola, padre se consigue en cualquier esquina». Y muy dolorosamente hemos vivido las consecuencias de una sociedad de pocos padres, o peor aún, de padres irresponsables, ignorantes de la trascendencia de su rol en la vida de los hijos. Aunque muchas madres han hecho un gran esfuerzo para desempeñar ambos roles, y de una manera heroica han logrado sacar adelante a sus hijos, no es éste el ambiente auténtico y natural de una familia.

Al pensar en los padres en su día, recuerdo la llamada parábola del hijo pródigo, la cual prefiero llamar hoy, la historia del padre amante: un hombre trabajador, un hombre que ha labrado un futuro para su familia. Dos hijos que han recibido de él todo su amor, a pesar de sus errores. Dos hijos que han sido bendecidos con la abundancia de sus manos generosas. El hijo menor decide pedir todo lo que le corresponde de su herencia e independizarse. Se va lejos, vive una vida dispendiosa; luego de haber gastado todo lo que recibió de su padre, se encuentra en el peor estado que jamás imaginó. Entonces, se da cuenta que aun el trabajador de menor rango en la casa de su padre vive dignamente. 

Quebrantado por la necesidad, decide regresar y pedir perdón a su padre. Todos conocemos el hermoso final, un padre que sabe que en el amor siempre hay lugar para el perdón; un padre cuyos brazos se abren para arropar en un abrazo infinito. Un padre que con mucha alegría en su alma, ordena a sus empleados preparar una fiesta de bienvenida para su hijo que “estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”. Lucas 15:24.

Esta es, a mí parecer, una de las historias más impactante de las Sagradas Escrituras, pues en ella se nos revela el infinito amor de Dios como nuestro Padre. Ese Padre que nos brinda la libertad; ese Padre que ha escrito su ley en nuestros corazones y nos ha señalado el camino de la bendición. Ese Padre que siempre está dispuesto a recibir a un corazón que ha transitado el camino de la soberbia a la humildad.

Cuando leemos esta parábola, generalmente nos enfocamos en el hijo que se arrepiente y regresa para pedir perdón. Sin duda, un aspecto profundamente humano que debería ser considerado por todos en la condición de hijos. Aunque, en mi opinión, el protagonista principal de esta historia es el papá.

Ese incansable trabajador que ha provisto para su familia más allá del pan de cada día, atesorando una herencia para el futuro de cada hijo. Ese hombre cuya felicidad la constituye ese camino recorrido en la formación de aquellos dos hijos. Es ver a sus hijos convertidos en hombres de bien, capaces de enfrentar al mundo con voluntad, verdad y honor. El verdadero protagonista de esta historia es ese hombre que después de la decepción, transita el camino del perdón, a pesar del dolor. Ese hombre que sabe que el amor cubre multitud de faltas.

El padre amante es el líder de su hogar, en su corazón no hay cabida para la indiferencia; pues, un líder está pendiente desde los asuntos más importantes hasta los detalles más pequeños. El padre amante marca el destino de sus hijos, los inspira, los motiva y los apoya en la construcción de sus sueños. Aunque los hijos se desvíen en algún momento de la vida, el padre sabe la semilla que ha sembrado y espera pacientemente para ser testigo de los frutos.

El padre amante es compasivo, recuerda su propio transitar por la vida. Cuando uno de sus hijos está caído, le tiende junto con la mano el corazón, es su muleta mientras se recupera, lo lleva de la mano en sus nuevos primeros pasos, para luego dejar que remonte vuelo por los cielos de la vida. El padre amante es el primer maestro en la vida de sus hijos; él sabe que su ejemplo es más contundente que sus muchas palabras. Por esa razón, sus pasos son firmes, sus decisiones son pesadas en balanza, inspiradas en la sabiduría divina, tomadas a sabiendas de que sus consecuencias no son individuales sino que afectarán a toda la familia.

Esta tarea que en gran medida, en el mundo entero, ha recaído sobre los hombros de las madres, es en primer lugar, una tarea encomendada por Dios al padre. Las mujeres la sazonamos con los deliciosos sabores de nuestra ternura; rodeamos a nuestra familia desbordando ese amor inmenso que Dios ha depositado en nuestro corazón. Sin embargo, en el diseño divino de la familia, el hombre es un pilar fundamental; aunque la vida nos permita compensar carencias, la falta de este padre amante deja en el ser humano una profunda huella de dolor.

Hoy el corazón de Dios, nuestro Padre, está con los brazos abiertos para recibir a todo aquel que, como el hijo pródigo, decida regresar al hogar. Hoy el padre amante está dispuesto a perdonar; él respeta tu libertad para decidir donde quieres estar. Si decides estar en sus manos, él preparará la mesa para sentarte a su lado y compartir contigo los manjares de su sabiduría y el infinito amor de su corazón.

“El Señor se compadece de los que le honran
con la misma compasión del padre por sus hijos.” Salmo 103:13.

“He aquí, don del Señor son los hijos;
y recompensa es el fruto del vientre.

Como flechas en la mano del guerrero,
así son los hijos tenidos en la juventud.

Bienaventurado el hombre que de ellos 

tiene llena su casa».  Salmo 127:3-5.

¡Felicidades a todos los padres amantes!


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