“…Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado, (…) ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos?” En su célebre alegoría de la caverna, (República, VII, 517a) Platón advierte acerca de los peligros que entraña revelar la verdad desnuda. ¿Qué mejor ejemplo de eso que la propia muerte de su querido maestro, Sócrates, ciudadano ejemplar crucificado por la muchedumbre, quien prefirió beber la cicuta antes que negar con su huida todo lo que en vida había defendido y enseñado? Ni bestia ni Dios, parece haber musitado entonces, como después lo manifiesta el propio Aristóteles. Fuera de la polis no es posible la vida de quien ha escogido abrazar el acuerdo civilizatorio, y convertirse en ciudadano.
He allí un apuro del cual el filósofo no siempre sale bien librado, pero que forma parte del arduo oficio de penetrar la realidad con mirada aguda y espíritu libre de sesgos. Una tarea que, por cierto, debería estar normada por el sentido común, por el conocimiento que se funda en las certezas de la experiencia inmediata y universal, y que no pocas veces acaba convirtiéndose en amenaza para aquellos habituados a instrumentalizar la verdad. En ese terreno del riesgo que surge de atreverse a pensar, a comprender plenamente, sin recurrir a complacientes atajos, identidades tiránicas ni refugios ideológicos, descuella un personaje de excepción: Hannah Arendt. Los 47 años de su muerte brindan una excusa para revisitarla y rendirle homenaje. En tiempos en los que la verdad naufraga a merced del atractivo que impone la impostura, la banalización, la espectacularización, la doxa que suplanta sin rubor a los hechos, su voz resuena tan clara como el ejemplo de coherencia que Sócrates brindó con su dramático gesto.
Y es que es una “locura” prescindir del sentido común, dice Arendt. En ella, ese “Gemeinsinn” -preciso término alemán para designarlo, y que en Kant aparece asociado a la facultad de juzgar- es el camino hacia esa verdad a veces esquiva, a menudo incómoda, siempre imprescindible. El razonable “common sense” de los anglosajones resulta sustancia clave de un pensamiento centrado en la idea de la libertad personal, la intersubjetividad de la comunicación en el espacio público. De allí brota la capacidad de imaginarse en el lugar del otro, de percibirlo y aceptar lo diferente; de gestionar la ruptura entre el “yo” y los otros para ingresar, finalmente, en el nosotros. “Hay mansedumbre/ en la concavidad de nuestras manos/ cuando la palma se amolda a la forma ajena”, refrenda Arendt, la poeta. Proceso de pérdida y ruptura, de crecimiento y aceptación gozosa de lo nuevo que, impulsado por la consciencia de esa realidad compartida, en algo remite al paso de la infancia política a la adultez; la salida del reservado oikos y el ingreso pleno y notorio del ciudadano a la polis.
Esa aceptación no pide menos que estar dispuesto a mirar con avidez. Como diría el personaje de Arendt en el film de Margarethe von Trotta: “lo que quiero es comprender”. Una petición en apariencia simple, pero que entraña el reclamo de un ser humano siempre al borde de lo admisible, siempre dispuesta a romper con el corsé de la tradición y los prejuicios, a comprometerse con los hechos y trascenderlos a partir de la observación implacable. (En la famosa entrevista de la serie Zur Person que le hiciera Günther Gauss, transmitida por la televisión de Alemania Occidental en 1964, una madura Arendt explicaba que a los hombres “les gustaba mucho actuar dejando huella… tener gran influencia”; mientras que lo que ella quería, sencillamente, era “comprender” y ser comprendida. Aferrada al perenne cigarrillo, era enfática al señalar que no compartía la hostilidad hacia la política que distingue a los filósofos; así que prefería mirarla con ojos “no enturbiados” por la filosofía.)
“Yo quiero comprender”… ¿No es esa disposición, acaso, lo que debería alentar la búsqueda de adecuación entre la afirmación y los hechos; la verdad concebida como alétheia, ese descubrimiento del ser oculto tras la apariencia? La propia historia de Arendt, sin embargo, tropieza con las limitaciones de tal obviedad. El afilado bisturí con el que disecciona el caso de Eichmann, por ejemplo, su aplomo para entender las pasmosas acciones de un “Mitläufer”, un ser mediocre cuya hambre de pertenencia lo lleva a renunciar a su singularidad, abre inopinadas heridas. Algunos daban por descontado que el origen judío de Arendt pesaría a la hora de emitir juicios sobre las acciones del verdugo nazi o de los propios líderes sionistas avasallados por la lógica perversa del totalitarismo. No fue así. Un afán por captar la esencia de las cosas y hacerla cognoscible, pudo más que las razones del dolor, de la rabia, de una identidad inmutable. He allí el valor de la verdad como coherencia, una que no puede prescindir del dominio del sentido común.
Plena de humanidad, de audacia, de esa originalidad que cuestiona y sortea todo rótulo doctrinario o se aparta valientemente de las olas de uniformización, la obra de Arendt adquiere relevancia en tiempos de reemplazo compulsivo y fractura. Redescubrirla, pues, es una reconfortante obligación. En atención a esas facticidades que, como ella misma anuncia, no se pueden ni se quieren cambiar, queda la sospecha de que coincidir en un terreno de seres dispuestos a comprender, nos dará la magnífica oportunidad de valorar la diferencia, de reconocernos.
@Mibelis
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