Fue Ciceron quien inventó lo del tirano que cedíó el trono a Damocles pero con una espada sobre su cabeza sostenida por la hebra de un cabello para significar la fragilidad del poder y el carácter peligroso y amenazador de la espada. La espada de Damocles para demostrar ante los sabios de su tiempo que era la única forma de que se mantuviera firme y erecto, es decir, la fácil dificultad de navegar hacia lo desconocido y descubrir nuevos mundos, pero permitió  también a Miguel Otero Silva responder a la altiva dama burguesa que equivocadamente decía estar bajo la espada de Colón que tuviera cuidado con el huevo de Damocles.

Los simbolistas consideran que la espada es símbolo simultáneo de la herida y del poder de herir; es al mismo tiempo libertad y fuerza, muerte y continuidad de la vida, deceso y fecundidad. En la Edad Media era palabra de Dios y recibía nombres como si se tratara de un ser vivo: Excalibur, Durandal. En inglés sword es espada y word es palabra. La espada defiende la luz y combate las tinieblas, Cirlot en su Diccionario de símbolos dice que «en las fronteras de la época prehistórica y el folklore, la espada tiene un sentido espiritual y una misión mágica al combatir las fuerzas oscuras personificadas en los «muertos malévolos»

Se habla de combate de cuerpo a cuerpo, de universo amenazante y militar, hay una espada desnuda entre el héroe y la  mujer amada para significar su honor y su posible renunciamiento impulsado por su fuerza espiritual representada en la espada y hay también una espada rota que expresa la destrucción del estado espiritual y se llama «espada» al torero que mata al toro. Se considera que la Kusanagi japonesa es la espada mas célebre que existe y entre nosotros la espada de Bolívar es zarandeada en latinoamérica por ásperos regímenes autoritarios como símbolo de poder. La espada original de Bolívar, la espada de Perú considerada como una de las espadas mas notables del mundo por su riqueza en oro macizo y profusión de brillantes y diamantes está guardada en la Casa de Nariño en Bogotá, permaneció oculta varios años sin saber dónde se encontraba y el nuevo mandatario colombiano exigió que se hiciera presente en su toma de posesión y el notable actor venezolano Héctor Manrique, convertido en un Bolívar alucinado y al borde de la muerte, muestra su espada y en palabras asombrosamente vigentes del propio Libertador reunidas por la historiadora Inés Quintero dice que solo volverá a empuñarse para imponer justicia en una América ingobernable. Manrique convierte una mecedora y viejos cajones en lejanos amores y a una hamaca suspendida en el aire de una agónica nostalgia en su propia sepultura manteniendo en vilo a una audiencia estremecida.

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