Contar cómo una de las mayores potencias petroleras del mundo pasó a presenciar interminables colas para surtir gasolina, es ya llover sobre mojado. Es la tragedia perfecta, según los griegos: cómo nos desplomamos desde el esplendor hasta el abismo.
Sin embargo, en tanto y en cuanto esta desgracia se ha convertido en el día a día de nuestra tierra, vale la pena hurgar en las numerosas y dañinas consecuencias que padecemos los venezolanos por el hecho de tener a nuestra industria petrolera a bastante menos que media máquina.
Porque las mayores reservas del mundo no nos sirven de nada si se quedan allá abajo y no hay cómo extraerlas.
En primer lugar, hay que sacar la cuenta de cuánto pierde el país por las interminables jornadas que desperdician los trabajadores venezolanos pescando gasolina. Porque no se puede llamar de otra manera.
Lograr surtir los vehículos particulares y de trabajo con combustible, es una lotería, una ruleta. Un azar que comienza con los recorridos, a ver cuál bomba está abierta. A partir de allí, se sabe que, al encontrar el tan esperado establecimiento, se pueden llegar a invertir incluso varias horas para surtir.
Son horas que se le roban al sueño, al trabajo, a la familia. Horas que nos hacen menos como nación, que nos entregan a trabajadores cansados, que cargan de frustración a padres y madres, que dejan a hijos a solas. Incluso, peor aún: muchos tienen que llevarlos con ellos a la infame cola, porque no hay quien los cuide.
Esto para no contar con la inseguridad que ronda a quienes se ven obligados a padecer esta aventura a elevadas horas de la noche. Es un coctel nefasto, en el cual hay demasiadas cosas en juego.
Por supuesto, también hay que contar con los nefastos controles que se han implementado en todos los años que tenemos padeciendo esta irregularidad, como cronogramas, cupos, sistemas de asignaciones, chips y demás instrumentos que no hacen sino confirmar el fracaso estrepitoso de un país petrolero que no tiene combustible para movilizarse a sí mismo.
Son prácticas que ya hasta lucen como normales para muchos, a fuerza de tanto incorporarlas a nuestra cotidianidad por tantos años.
Fuera de nuestras fronteras, cualquiera puede surtir gasolina en cualquier día y en la cantidad que quiera o necesite. Ponerle limitaciones o techos bajos a la ciudadanía solamente es una confesión de incapacidad por parte de quienes administran.
No se puede estandarizar el consumo, porque cada quien puede tener diversas razones, válidas por demás, para necesitar montos mayores de combustible. Sea porque trabaja más, vive a mayor distancia o sencillamente desea ser más productivo.
Sí, esto incide en la productividad del país. En que quienes dependen de sus vehículos para subsistir, como taxistas o choferes de transportes colectivos vean menguados sus ingresos. Porque la materia prima para su labor, que es el combustible, no es para nada fácil de conseguir.
Los productores del campo, que hacen esfuerzos por seguir adelante con sus cosechas en condiciones por demás adversas, corren el riesgo de perder los frutos de su trabajo por los contratiempos que existen para su distribución.
Lo cierto es que hoy nos encontramos en niveles de producción similares a los de la primera mitad del siglo pasado, cuando nuestra primera industria estaba aún muy lejos de lo que llegarían a ser sus años de gloria. Nada de esto se podrá revertir si no se reconocen y atacan los numerosos problemas de de mantenimiento, desinversión y ausencia de personal capacitado.
Es la baja productividad y ninguna otra cosa, el principal obstáculo que afronta el parque automotor nacional para ser apropiadamente surtido de gasolina. Y no solamente se trata de la menguada capacidad de extracción, sino también de la deteriorada infraestructura de refinación. Un sistema de cinco instalaciones que alguna vez fueron de primer orden, pero que desde hace años perdió el músculo para satisfacer tanto la demanda interna como las exportaciones.
La mala noticia es que, en caso de comenzar a trabajar inmediatamente sobre esto, igual va a tomar varios años superar los obstáculos actuales y volver a la capacidad de tiempos pasados.
Y peor aún, la alegría de tísico que experimentamos por una posible subida de los precios internacionales del petróleo tras la invasión de Rusia a Ucrania, puede desinflarse con la perspectiva de una recesión el año próximo, impulsada por nuevos brotes de COVID y la inflación que vive el mundo industrializado, tras la escasez de mano de obra que dejó la pandemia. Otro escenario favorable –aunque breve- que no pudimos aprovechar.
Si bien no se ve luz al final del túnel para esta situación, no podemos resignarnos a la mediocridad. Hay que decir que Venezuela no se merece este destino y que hay formas de salir de este hueco negro.
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