El sufrimiento es una de las realidades más segura y contundente a la que todos los seres humanos tenemos que enfrentar en nuestra vida. Uno de los versos de mayor consuelo en la cristiandad es aquel en el que Jesucristo le dijo a sus discípulos cuando estaba hablándoles  acerca de su partida: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo”. (Juan 16:33). Desde tiempos inmemoriales el hombre ha buscado alivio al dolor físico, siendo esta condición una piedra angular en el desarrollo de la Medicina a través de la historia. Calmar el dolor en sus diferentes manifestaciones ha impulsado a la ciencia a buscar incansablemente la posibilidad de traer alivio al enfermo.

No obstante, más allá del dolor, el ser humano lidia con el sufrimiento, el cual podríamos definirlo como el dolor del alma. Mucho más complejo aún y difícil de tratar que el dolor físico. Pues, el sufrimiento se expresa en cada ser humano de una forma particular y única, de acuerdo a su individualidad. Es la consciencia, o la manera como cada ser percibe su entorno, las experiencias vívidas, las relaciones interpersonales y los propios padecimientos del cuerpo lo que le hacen reflexionar sobre la condición individual de vulnerabilidad, debilidad y dependencia, para hacerse consciente de su condición de sufrimiento.

Según Lazarus y Folkman (1969) el sufrimiento, entendido como estrés psicológico, se produce cuando el individuo percibe una situación de su entorno como una amenaza; entonces, por medio de un proceso mental que involucra muchos factores hace una evaluación de los recursos propios y concluye que son insuficientes para hacerle frente a tal amenaza. Al igual Chapman y Gravin (1993) definen el sufrimiento como «un complejo estado afectivo, cognitivo y conductual negativo, caracterizado por la sensación que tiene el individuo de sentirse amenazado en su integridad por el sentimiento de impotencia y por el agotamiento de los recursos personales y psico-sociales que le permitirán afrontar dicha amenaza”.

De tal manera que, de acuerdo a estos autores el estrés psicológico o sufrimiento se produce cuando la percepción de amenaza persiste en el ser humano al hacerse consciente de su estado de indefensión, luego de hacer una evaluación de los recursos propios para hacerle frente a la amenaza. No todas las personas que padecen dolor sufren, ni todas las que sufren padecen dolor. Es la persistencia del dolor en el tiempo lo que hace que el dolor físico pueda convertirse en sufrimiento.

El sufrimiento se expresa en la narrativa personal a manera de ansiedad o depresión; los dos grandes vocablos descriptivos del sufrimiento en el mundo de hoy. Algunos psicólogos expresan que la ansiedad se traduce como la preocupación excesiva por el futuro, la incertidumbre por el porvenir. Mientras que la depresión tiene más que ver con el pasado, con el cuestionamiento culpable de lo que hicimos, fuimos, o nos hicieron; es decir, de lo que resultó de nuestra gestión. A este respecto, Christian Dunker, psicoanalista, autor del libro “Una biografía de la depresión”, afirma que en la actualidad el nombre del sufrimiento es “depresión”.

Dunker afirma: “Se eligió depresión y no otra, principalmente porque desde los años 70 es una forma de sufrimiento en la que el conflicto no aparece como algo tan fundamental, sino el juego de intensidades: nuestros afectos, estados de ánimo, nuestra motivación. Eso pasa a ser muy valorado precisamente en ese momento histórico en el que las personas empiezan a mirar su propia vida como si fuese una empresa, como si pudiera medirse por los resultados; la gente entra en una cultura de las evaluaciones”.

Sobre estas evaluaciones pareciera habernos hablado desde el siglo XIX el filósofo alemán Arthur Shopenhauer en su libro Manuscritos berlineses: “Nos pasamos toda nuestra vida llenos de nostalgia, bien con respecto al lejano futuro, a lo largo de la primera mitad, bien con respecto al remoto pasado, como en la segunda; pero el presente, lo auténticamente real, nunca logra satisfacernos. Finalmente descubrimos que corremos en pos de sombras tan efímeras como inconsistentes y no podemos encontrar nada que sepa satisfacer a la nostalgia, esto es, que de hacerse realidad, pudiese satisfacer a la voluntad que mora dentro de nosotros. Todo esto es conocido y se constata con frecuencia”.

El sufrimiento es pues consecuencia de la valoración personal y subjetiva de que algo amenaza o daña seriamente la integridad de nuestro ser, o la de alguien o algo que consideramos de importancia vital para nosotros. La imposibilidad de conservar la integridad física, emocional y espiritual propia o de un ser amado constituye el mayor de los sufrimientos. Ahora bien, aunque la percepción individual de una situación particular puede variar de un individuo a otro, hay una definición universal del sufrimiento intrínseca a todos los seres humanos, la cual no cambia por factores culturales, sociales, psicológicos o espirituales. Es decir, el sufrimiento tiene una cara característica que se traduce igual en todas las lenguas, aunque su nombre para definirlo varíe cada cierto tiempo de acuerdo a las tendencias en el mundo. 

Es esa cara definida, clara, contundente y muy real que podríamos conceptualizar en los grandes problemas creados o recreados por el ser humano, como la pobreza, la mentira, la violencia y la enfermedad, la que marca una huella imborrable en el ser humano que la experimenta. Es esa huella la que motiva cada día a la ciencia para hallar la cura a enfermedades como el cáncer. La que impulsa a la Psicología en sus investigaciones para desarrollar terapias cada vez más humanas, individuales y efectivas en el manejo del cúmulo de emociones que suscita el sufrimiento en cada ser.

Sin embargo, no hay un mejor antídoto contra el sufrimiento que procurar vivir de tal manera que no lo creemos; es decir, que no seamos los autores. Que entendamos que es suficiente con tener que lidiar con ese sufrimiento que nos es inevitable por el simple hecho de existir. Y al hablar de la autoría del sufrimiento pienso en todo el dolor que podemos causarle al alma de otros. Pienso en los creadores de sufrimiento desde el círculo más íntimo de la familia, hasta los creadores de sufrimiento a nivel mundial. 

Autores tan variados del sufrimiento como aquellos que nunca debieron ser padres, porque no supieron valorar una de las misiones más dignas de vivir en este planeta, el criar a un hijo en amor. Aquellos que no han entendido aún que un hijo es lo más sagrado de la tierra y continúan infligiendo dolor. Los autores de la violencia doméstica que continúa grabando una horrible cicatriz en la vida de tantas mujeres en el mundo. La suegra narcisista que piensa que ninguna mujer es suficiente para amar a su hijo y no pierde ocasión para envenenar el corazón. 

El que siembra cizaña entre amigos, levantando calumnias. El envidioso que no tolera el éxito de sus colegas sino que maquina estrategias de maldad para destruir su reputación. Además, todos esos autores del sufrimiento enmascarados en nombres de empresas importantes y famosas que crean productos absolutamente dañinos a la salud. Los gobiernos que someten a sus pueblos al hambre, que le roban la esperanza del porvenir al joven y al anciano la dignidad de la vida.

Hay tantos y tan variados autores del sufrimiento; pero, nuestro deseo es convertirnos en hacedores de paz, en multiplicadores de esperanza, en creadores de alegría, en los que borran la huella del sufrimiento. Y para eso he encontrado que las recetas más genuinas y eficientes se encuentran en las enseñanzas del Nuevo Testamento. Algo así como cuando Pablo se dirige a los Tesalonicenses (Primera epístola 2:7) recordándoles cómo los trató al visitarlos: “Antes fuimos tiernos entre ustedes, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos”. Hace tanta falta en nuestro mundo ese sentimiento de cariño entrañable, la ternura.

Otro ejemplo que resalta es la receta del apóstol Pedro a las esposas: “Que su belleza sea más bien la incorruptible, la que procede de lo íntimo del corazón y consiste en un espíritu suave y apacible.” Un espíritu suave y apacible, no un espíritu áspero y pendenciero. Y a los esposos: “Ustedes esposos, sean comprensivos en su vida conyugal, tratando cada uno a su esposa con respeto, ya que como mujer es más delicada, y ambos son herederos del grato don de la vida. Así nada estorbará las oraciones de ustedes.” Cuántas oraciones habrán tenido estorbo debido al maltrato. Termina el apóstol hablando a los cónyuges de esta hermosa manera: “En fin, vivan en armonía los unos con los otros; compartan penas y alegrías, practiquen el amor fraternal, sean compasivos y humildes. No devuelvan mal por mal, ni insulto por insulto; más bien, bendigan, porque para esto fueron llamados, para heredar bendición. (I Pedro 3).

Quisiera terminar con una receta anti-sufrimiento para todas las relaciones. Estoy segura que si la seguimos podremos experimentar la verdadera felicidad, la de vivir en paz:

“El amor debe ser sincero. Aborrezcan el mal; aférrense al bien. Ámense los unos a los otros con amor fraternal, respetándose y honrándose mutuamente. Nunca dejen de ser diligentes; antes bien, sirvan al Señor con el fervor que da el Espíritu. Alégrense en la esperanza, muestren paciencia en el sufrimiento, perseveren en la oración. Ayuden a los hermanos necesitados. Practiquen la hospitalidad. Bendigan a quienes los persigan; bendigan y no maldigan. Alégrense con los que están alegres; lloren con los que lloran. Vivan en armonía los unos con los otros. No sean arrogantes, sino háganse solidarios con los humildes. No se crean los únicos que saben.No paguen a nadie mal por mal. Procuren hacer lo bueno delante de todos. Si es posible, y en cuanto dependa de ustedes, vivan en paz con todos. No tomen venganza, hermanos míos, sino dejen el castigo en las manos de Dios, porque está escrito: “Mía es la venganza; yo pagaré”, dice el Señor. Antes bien, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Actuando así, harás que se avergüence de su conducta. 

No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien”. (Romanos 12:9-21).

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