Cuando las columnas sandinistas entraron victoriosas en Managua el 19 de julio de 1979, una de las fotos que dio vuelta al mundo fue la de unos guerrilleros enjabonándose en la pileta de mármol donde se bañaba Somoza. En las oficinas presidenciales, adyacentes al baño, lo que quedaba era un reguero de papeles y uniformes militares, cananas de tiros, y en una esquina en el suelo un retrato del dictador sonriente, perforado de un balazo.
La euforia en el país era total, y al día siguiente, cuando se celebró el triunfo en la plaza de la República, bautizada como Plaza de la Revolución, la multitud estaba compuesta por gente de todas las clases sociales que llegaban a celebrar el fin de la tiranía, tras tanta sangre derramada, tanta muerte y tanta destrucción, una guerra que también había involucrado a todos. Aún no se establecía esa línea divisoria entre proletarios y burgueses, que luego proclamaría el nuevo discurso oficial.
Una guerra tras un terremoto que había destruido la capital siete años antes, y la Plaza de la Revolución se abría entre escombros, solares y esqueletos de edificios. Frente a la plaza, el reloj de una de las torres de la catedral en ruinas aún marcaba la hora del sismo, las 12.35 de la madrugada del 23 de diciembre de 1972. En otros de los costados, sólo había quedado incólume el Palacio Nacional, tomado el año antes en una acción espectacular por un comando guerrillero para liberar a más de sesenta prisioneros políticos.
Esta es la ciudad desolada que recordaría Julio Cortázar en un poema: “la viste desde el aire, ésta es Managua/ de pie entre ruinas, bella en sus baldíos/ pobre como las armas combatientes/ rica como la sangre de sus hijos…”. Y su voz representaba la de numerosos intelectuales, escritores, artistas, que veían en la revolución nicaragüense un fenómeno nuevo, distinto, que valía la pena respaldar porque encarnaba una esperanza de cambio para un país pobre y atrasado, que tendría por primera vez la oportunidad de desplegar sus propias fuerzas para construirse un futuro.
Ya habían pasado para entonces veinte años desde el triunfo de la revolución cubana, que era entonces el referente más próximo, de entre las tres únicas revoluciones armadas que se dieron en América Latina en el siglo veinte, contando como la primera de ellas la revolución mexicana de 1910. La caída de Porfirio Diaz, de Batista, de Somoza, no representaba la simple sustitución de un dictador. En los tres casos, el sistema sería remecido desde sus cimientos, y se daba paso a un nuevo orden que implicaba cambios radicales.
La revolución cubana había sido vista en su momento como un fenómeno novedoso que atrajo también a los intelectuales, empezando por Jean Paul Sartre. Y ninguno de los escritores latinoamericanos del boom, que llegarían a marcar una época en nuestra literatura fueron ajenos a esa atracción, entre ellos el propio Cortázar.
Pero cuando aquellos guerrilleros entran en Managua, alumbrados por una nueva aura romántica, para muchos de esos intelectuales ya se habían creado demasiadas decepciones alrededor del modelo cubano; del caso Padilla, que ponía en evidencia la intolerancia frente a la libertad de creación, sobre la que se colocaba como una losa la fidelidad militante al partido único, a los campos de concentración donde fueron a dar no pocos escritores, bajo el cargo de homosexuales que debían ser reeducados.
El modelo nicaragüense comenzó a parecerse al cubano en no pocos aspectos, el primero de ellos la pretensión de constituir un partido único como guía y artífice de la revolución, pero la diferencia estaba en que sólo se quedó en pretensión, como lo demostrarían las elecciones de 1990, que el Frente Sandinista perdió de manera democrática, algo que no estaba presente en el esquema ideológico, lo de democracia burguesa con alternabilidad, pero estaba en la realidad, que terminó derrotando a la ideología. Y tampoco hubo imposición de esquemas de creación artística, ni represión contra los escritores por sus preferencias sexuales.
De modo que, en los diez años que duró la revolución nicaragüense, desde el triunfo armado hasta la derrota en las urnas electorales, si bien hubo prevenciones, reservas y advertencias, no se dieron deserciones notables entre los intelectuales de renombre dispuestos a respaldar el nuevo experimento.
Salman Rushdie, en su libro La sonrisa del jaguar, resultado de la experiencia de su viaje a Nicaragua en 1986, usó una imagen muy bella y eficaz: “había una muchacha nicaragüense/que cabalgaba sonriendo a lomo de un jaguar. /Volvieron del paseo/la muchacha dentro/ y la sonrisa en el rostro del jaguar”. El jaguar podía terminar devorando a la muchacha y quedarse con su sonrisa. Ese era el gran riesgo, y la gran pregunta.
Aquella primavera lejana atrajo también a García Márquez, Carlos Fuentes, Günter Grass, Heinrich Böll, Harold Pinter, Graham Greene, William Styron, Mikis Theodorakis, Julio Pontecorvo, Noam Chomsky, Alice Walker, Susan Sarandon, Margaret Randall, y a decenas más de filósofos, escritores, académicos, directores y artistas de cine de todo el mundo. Cuarenta años después, quienes de entre ellos aún viven no se callan frente a lo que está ocurriendo ahora en Nicaragua; el viejo sueño revolucionario convertido en una pesadilla de represión despiadada.
De quienes ya no están, al menos puedo dar fe de lo que pensaban Carlos Fuentes y García Márquez, cuya frase lapidaria, cuando se refería al proyecto de poder para siempre de Ortega, basado en pactos espurios y en imposiciones, era: “a mí, me estafaron”, recordando sus tiempos de conspirador en favor del triunfo de una revolución que ya no lo era más.
Y allí se alzan ahora las voces de Elena Poniatowska, Alice Walker, Margaret Randall, Salman Ruhsdie, Noam Chomsky, denunciando que, de las ruinas de aquella revolución, lo que ha nacido es una dictadura familiar. Y la de José Mujica, ex presidente de Uruguay, y su esposa Lucía Topolansky, todos ellos figuras sin tacha de la izquierda mundial.
Para que sepamos bien que, de aquello de entonces, nada queda.
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