Zygmunt Bauman, filósofo contemporáneo, autor del concepto “modernidad líquida”, expresa sin ambages que “hoy nuestra única certeza es la incertidumbre”, confesando que se siente asustado “por la fragilidad y la vacilación de nuestra situación social”. En la modernidad líquida, en la que todo es inestable, “no da el tiempo para que ninguna idea o pacto solidifique. Hoy nadie construye catedrales góticas”, concluye. A propósito de esto último, hay quienes se empeñan en construir catedrales de ideas a partir de principios y valores de gran solidez para reforzar la permanencia del orden democrático. Uno de esos constructores es Asdrúbal Aguiar, quien no cesa de hurgar en la historia, iluminando los hechos que el oscurantismo político, las medias verdades y esa perversa pulsión cíclica de refundar el país sobre la desmemoria, han propiciado rumbos inciertos para la república.

En su libro de reciente aparición, La mano de Dios. Huellas de la Venezuela extraviada, Asdrúbal Aguiar nos urge redescubrir los rastros que aún quedan sobre nuestra existencia original, como probable alternativa para retomar el hilo de Ariadna que nos dé otra vez especificidad como pueblo, sin falsearnos, sin hacernos meros imitadores de lo extraño. De esa arriesgada expedición en el laberinto de una historia social de cíclica inestabilidad y violencia, va reflexionando en paralelo sobre lo que ha sucedido en el país estos últimos veinte años “confiscado por fuerzas ajenas”, que no es para sentirse optimista, ni para aproximaciones banales, ya que se trata de una tragedia en la que Aguiar es a la vez, testigo de excepción y autor de asertivos análisis. De ninguna manera el autor plantea una visión pesimista de nuestro pasado y presente como nación, más bien su ensayo encaja en el sentido que el escritor francés Georges Bernanos expresó en una oportunidad: “Los optimistas son unos imbéciles felices, los pesimistas son unos imbéciles infelices”. A propósito de esta frase, el filósofo Alain Finkielkraut, a su vez expresó: “Yo estoy sin duda más cercano a los segundos, aunque trato de no ser un imbécil”.

En busca de respuestas a quiénes somos y por qué somos como somos, Aguiar

reivindica lo civil que por décadas ha estado supeditado a lo militar, resumiendo sabiamente los hechos y personajes que construyeron la República antes de iniciarse la gesta independentista, ya que la mitología de los héroes guerreros que ha colmado el pensamiento nacional hasta el presente ha desdeñado, por conveniencia, las mentes brillantes de los héroes civiles del siglo XVIII. “Son ellos los parteros de nuestra tradición humanista, los verdaderos hacedores de nuestra emancipación, guías del pensamiento político liberal y democrático inaugural de la patria”, pero que hasta el día de hoy intentan borrar de nuestra historia porque les conviene a los déspotas de turno vivir en un país sin pasado. “Lo permanente −el único medio para asegurar los derechos y la dignidad que nos identifica como pueblo y en su diversidad− es el orden democrático, no el Padre de la Patria. A este debemos respeto preferente, pero conocimiento en el marco integrador de los saberes que identifican a los padres fundadores de nuestra nacionalidad. No es el orden impuesto por quienes de tanto en tanto buscan encarnar a Simón Bolívar o quienes, descoyuntados, se declaran sus legítimos causahabientes”, productos de una historia patria prêt-à-porter que ha impedido hurgar en sus causas y efectos más allá de los dogmas patrios, añadiríamos.

Por lo dicho anteriormente y arriesgándose al anatema por los guardianes del templo bolivariano, Aguiar no duda en afirmar que “las tres centurias que maldice el Libertador desde la Sociedad Patriótica presidida por el Precursor Miranda, para quebrar a los fidelistas y animar los separatistas dentro del Congreso General de 1811, nuestro primer cenáculo republicano que declara la Independencia, quiéralo o no aquél, son la savia que nutre el pensamiento de nuestra primera ilustración. Son las que otorgan su primera textura a la realidad social que entonces somos y se oculta luego. Sin aquellos 300 años, sus circunstancias y desgarramientos o avatares mal puede entenderse la hora de nuestra emancipación, alcanzada en 1810. Menos podría calibrarse en su exacta dimensión, la magna obra constitucional que fija nuestro perfil independiente y esboza nuestra primera organización política republicana”. Aguiar reclama que “despachar el conocimiento de nuestro pasado como cosa inútil, llena de perfidias, es lo que nos ha hecho una nación sin ayer. Lo que quiere decir que se nos moldea luego de las guerras fratricidas como realidad huérfana y sin raíces: ¡Como va viniendo vamos viendo!, es la conseja de los traficantes de ilusiones que nos secuestran desde entonces y dibujan mañanas sin parto, no necesitados de lágrimas ni sacrificios, salvo los que se padecen bajo ellos y sus promesas de redención”.

En una impecable narración, cuyo argumento y ritmo van develando un entretejido de situaciones de nuestra historia patria poblada de intrigas, villanos y héroes, en la que el autor retrata magistralmente algunos de los personajes que se entrecruzan unos con otros en sus actuaciones y parlamentos, develando una trama digna del concertante de una ópera trágica. Comenzando por las primeras revueltas endémicas contra España, evoca el amotinamiento de los esclavos provocada por el negro Andresote en 1711, “quien solo aspira proclamarse Rey de Venezuela”. La sublevación de Juan Francisco de León, hacendado del cacao de origen canario, quien en 1748 se manifiesta contra la hegemonía y abusos de la compañía Guipuzcoana, y quien después de tomar la capital y La Guaira con un puñado de hombres, es abandonado por sus seguidores, desaparece o es asesinado y frente a su casa es erigido el “poste de ignominia” en cuya placa, en nombre del rey, se deshonra al rebelde y a sus descendientes, su casa es derribada y el terreno es sembrado de sal. Los entretelones de las acciones de Gual y España de 1798, en especial los papeles de esa conspiración, el de los Derechos del hombre y del ciudadano, que constituyen los movimientos anticipatorios de las ideas independentistas. La descripción del martirio y descuartizamiento de José María España en 1799, en la Plaza Mayor de una Caracas vestida de luto, atestada de testigos mudos de terror. Sin pasar por alto la caída de la Plaza de Puerto Cabello confiada a Bolívar y los bochornosos entretelones de la traición a Miranda, entregándolo al enemigo. Son escenas de gran dramatismo y de gran intensidad, como la que se refiere a los días en que el fratricidio y la guerra a muerte llegan hasta Caracas de manos de Bolívar, el diálogo a voz en cuello entre el arzobispo Coll y el Libertador, cuando el primero le advierte sobre “la venganza de crímenes que se hace criminal cuando es venganza, como la que él pretende, a lo que riposta Bolívar:

– ¡No, no!

– Uno menos que exista de tales monstruos, es uno menos que ha inmolado ó inmolaría centenares de víctimas”.

Algunas de las analogías con el presente son sobrecogedoras, como la que hace referencia a las consecuencias calamitosas e inevitables de la guerra de independencia: “Concluida la batalla de Carabobo, pasado el huracán de la muerte y cesada la excitación suma que le provoca la empresa de independizarnos de la Patria Madre, el propio Bolívar le escribe a su tío Esteban Palacios para significarle lo que resta de su ciudad natal una vez concluida su proeza: expoliada aquella como realidad y motivada esta por el heroísmo sin acotamientos. Sus palabras son una síntesis acabada de la Venezuela actual y en agonía, la que nos tiene como testigos y escandaliza:

“Usted se preguntará, asimismo, ¿dónde están mis padres?, ¿dónde mis hermanos?, ¿dónde mis sobrinos? Los más felices fueron sepultados dentro del asilo de sus mansiones domésticas, y los más desgraciados han cubierto los campos de Venezuela con sus huesos, después de haberlos regado con su sangre. ¡Por el solo delito de haber amado la justicia! Los campos regados por el sudor de trescientos años han sido agostados por una fatal combinación de los meteoros y de los crímenes. ¿Dónde está Caracas?, preguntará usted. ¡Caracas no existe!”.

No es poco el riesgo que asume el autor cuando insiste en demostrar la impostura del discurso liberal, una mentira en la que hemos vivido y creído a partir de la caída de la Primera República en 1812. Acude a Octavio Paz, para reforzar la idea de nuestra tendencia hacia la doblez intelectual: “Nos movemos en la mentira con naturalidad. Durante años hemos sufrido regímenes de fuerza al servicio de las oligarquías feudales pero que utilizan el lenguaje de la libertad”. A lo que Aguiar añade: “los déspotas, que nos secuestran en nombre de las armas y desarraigan las luces, sólo pueden hacerlo ocultos tras el lenguaje del liberalismo: Hacen revoluciones en nombre de las libertades del pueblo y dicen que para procurarle la paz; adelantándose al fascismo del siglo XX, hacen de la mentira política el instrumento natural y fisiológico del poder”.

El autor se adentra en las diferentes narrativas históricas para tratar de comprender un país desgarrado y desmembrado sin un discurso que lo cohesione. En las páginas de este libro, tan útiles para recuperar la memoria, se plantea un desafío: volver a la nación o a la patria. “Es un deber supremo que obliga en esta hora y para beneficio de quienes nos sucedan, a saber, rescatar la auténtica voluntad colectiva y su ethos, realizar su misión, redescubrir y hacer el destino de lo nacional para que el cese de la usurpación moral que es la que disloca a Venezuela desde tiempo atrás alcance su verdadero sentido final”.

El título que hoy nos ocupa, encierra en sí mismo una historia desatendida que el autor rescata oportunamente: “Vale y es legítimo tal título, además, pues en 1855, una hoja suelta impresa distribuida en Coro, con esa identificación pionera da cuenta de la primera persecución de judíos que tiene lugar en nuestros anales y a manos nuestras. Es la persecución de los mismos sefardíes que huyen del fanatismo hispano, que en diáspora llegan hasta nuestras tierras en la hora de la conquista para encontrar asentamiento; misma situación que conocemos y padecemos ahora y en reversa los venezolanos en distintas tierras ajenas a la nuestra”.

La lectura de este libro, que bien pudiera servir de guía o syllabus para las nuevas generaciones, me lleva a concluir que los hechos históricos, son útiles en la medida que nos sirven como un espejo para analizar el presente y decidir sobre nuestro futuro. Como lo expresara James Baldwin en sus alegatos sociales: “Al no conocer el pasado, uno no puede nunca fijarlo ni utilizarlo, y si no se puede utilizar el pasado, no se puede actuar en el presente, y por ende no se puede ser libre”.

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(*) Asdrúbal Aguiar Aranguren (1949), es un jurista, político y escritor venezolano. Miembro de la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias, Artes y Letras de España. Profesor Titular de la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas y de la Universidad del Salvador de Buenos Aires. Actualmente dirige la Cátedra sobre Democracia, Estado de Derecho y Derechos Humanos en el Miami Dade College y se desempeña  como Secretario General de Iniciativa Democrática de España y las Américas (IDEA).

(**) Asdrúbal Aguiar, La mano de dios. Huellas de la Venezuela extraviada, Editorial Jurídica Venezolana, Caracas, 2020.

https://www.analitica.com/opinion/un-pais-sin-ayer-2/

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