Por estos días, el 24 de febrero, estará cumpliéndose un año de la injustificada y brutal agresión de Vladímir Putin contra Ucrania, una nación independiente que formó parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), pero que, en 1991, después de la desintegración de la URSS, decidió convertirse en un país soberano, distinto y alejado del Kremlin, a pesar de que una franja de alrededor de 38% de la zona del Donbás está integrada por población de origen ruso.

El primer paso de  la escalada contra Ucrania fue la invasión de la península de Crimea, en 2014. Como la respuesta de Europa y Estados Unidos en esa oportunidad fue tibia, el señor Putin se sintió autorizado a organizar una incursión en gran escala contra los ucranianos. Pensaba que la OTAN y la comunidad internacional reaccionarían de modo similar. Se equivocó por completo. La solidaridad política y militar con el gobierno de Kiev ha sido activa. Europa y Estados Unidos formaron un bloque compacto alrededor del presidente Volodímir Zelenski, que le ha hecho imposible a Putin obtener la victoria que creía sería rápida y a un bajo costo militar y político.

A lo largo de un año el mundo ha presenciado la crueldad sin límites del déspota ruso, que se ve así mismo como el heredero de Pedro El Grande y Joseph Stalin, dos de los zares que lo antecedieron. Inspirado por el espíritu de esos personajes, y convencido de que la disolución de la URSS fue un desacierto catastrófico, Putin lleva dos décadas intentando reeditar el imperio zarista, ampliado hacia Europa del Este por el Ejército Rojo stalinista.

Uno de sus argumentos preferidos para justificar la irrupción de sus tropas es que Ucrania constituye un “territorio histórico de Rusia”. Esta frase la repitió por enésima vez en su largo discurso ante la Asamblea Federal el martes 22 de febrero. Señalar esa razón para sustentar la legitimidad del atropello resulta equivalente a sostener que México podría invadir a Guatemala y a casi toda América Central, y Colombia a Panamá, porque durante mucho tiempo los territorios de Centroamérica y Panamá pertenecieron a México y Colombia. Se trata, sin duda, de un razonamiento fraudulento que no resiste ni el menor análisis desde la perspectiva del Derecho Internacional, tal como  lo han advertido numerosos juristas e historiadores expertos en Ucrania.

En la misma alocución, Putin insistió en que su propósito fundamental consiste en ‘desnazificar’ las ciudades y pueblos donde los nazis ucranianos se han ensañado contra los humildes pobladores rusos que habitan esas áreas. Sus intentos de justificar el asalto a Ucrania son manidos. Adulteran de forma grosera la realidad y desconocen la larga rivalidad y lucha de los ucranianos por separarse del dominio de Moscú. En realidad, donde sí se ha instalado un régimen nazi es en Rusia, bajo la conducción de Putin. Desde que el mandatario llegó al Kremlin en 1999, empezó a conformarse un gobierno totalitario que acabó con el incipiente ensayo democrático iniciado después del colapso de la URRS en 1991. Putin decapitó todas las formas de oposición. Proscribió los partidos y dirigentes opositores. El intento de envenenamiento y posterior reclusión en una cárcel de Alexei Navalny, el principal líder opositor, constituye un claro ejemplo de su intolerancia. De sus garras han sido víctimas dirigentes empresariales y sindicales que han disentido de sus políticas económicas. La prensa libre desapareció. Periodistas y escritores que han denunciado sus excesos han tenido que huir del país o callarse porque el destino que les esperaba era la muerte o la prisión. En Rusia está prohibido criticar la política de Putin frente a Ucrania. Los tribunales independientes y los jueces autónomos se disolvieron. El Poder Judicial pasó a estar subordinado a las directrices del autócrata. Putin, en la destrucción de los atributos republicanos que trataban de establecerse en Rusia,  se rodeó de su propia burguesía: los famosos oligarcas rusos que levantaron sus enormes fortunas bajo la sombra que les dio el amo del poder. Eso sí, cualquier disonancia con el jefe puede costarles la ruina, la cárcel o la muerte. Putin no admite ninguna clase de desacuerdo.

Después  de un año de haber provocado en Europa el conflicto bélico  más grave desde la Segunda Guerra Mundial, Putin no ha obtenido ni una victoria política ni militar. Su estrategia ha sido un fracaso. Miles de jóvenes soldados rusos mueren en el frente de batalla. Los carniceros del temido grupo Wagner se quejan porque el ejército oficial no les provee suficientes municiones y suele abandonarlos en territorios inhóspitos. China, el gran aliado de Rusia, insiste –como acaba de hacerlo en la reciente reunión de Múnich- en la necesidad de lograr un acuerdo de paz que termine con esa confrontación absurda. Xi- Jinping no desea rivalizar abiertamente con Occidente. Las repúblicas bálticas, igual que Finlandia y Suecia, proyectan sumarse a la OTAN para estar mejor protegidas del oso ruso.

A Putin lo que le ha quedado es rumiar su odio, decepción e incapacidad frente a Europa y Estados Unidos; amenazar con ataques atómicos improbables y apelar a razonamientos extravagantes, solo compartidos por los rusos fanáticos y patrioteros engañados por la propaganda oficial  y por algunos intelectuales ignorantes.

@trinomarquezc

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