“ Gracias mamá. A fin de cuentas siempre supiste dónde estaba, qué peligro vencería y cómo regresaría a casa… Ahora entiendo la cantimplora, las botas frazzani y el pequeño San Antonio en mi cartera, de cierre mágico…”

Una infancia llena de intensas vivencias amén de los sustos y arrojos inocentes nos lleva a otro modo de vivir en la madurez. La vida es un incansable andar, saltar, nadar o acampar, es querer llegar a algún sitio sí lo haces bien. Es llegar a una cumbre y volver a casa…Es un viaje sin fin de caminos y aventuras, inolvidables.  

Fui un niño inmensamente libre. No porque mis padres lo quisieran así [que igual lo promovían] sino porque sencillamente poco se enteraron-en rigor-qué hacía fuera de casa, adónde iba o qué ingeniaba, la pandilla. De esas ‘cruzadas de niños mosqueteros’ lo que queda es una hermosa reminiscencia, sin duda generadora de mis miedos, retos y temeridades más profundos. 

Tierra, montaña y gigantes ficticios… 

Viví mi infancia en la Trinidad. Mi patio trasero era la montaña que colinda con Monterrey en la ruta al placer y más allá el cerro el Volcán en Oripoto. Con apenas diez años recorríamos todo ese valle. Nos podía ocupar todo un día. Llevamos sándwiches caseros, cantimploras y algunos ‘mecates’ haraposos. 

La primera parada era en la cantera, al pie de la calle la escuela.  Un cementerio de trastos abandonados y oxidados. Aquellos armatostes los convertíamos en los gigantes de ultraman, Gotzila o el hombre par.  Nuestro coloso preferido era una demoledora a la que le colgaba una gran bola de acero. Un columpio como “asiento de guerra” para lidiar-palo de escoba convertido en espada en mano-con nuestros enemigos ficticios. 

La prueba para entrar a la pandilla era hacer la “travesía del zorro”. Treparse por el brazo de la grúa y alcanzar la bola. Recuerdo un día que Pascual [aspirante] se quedó pasmado a mitad de camino entre la polea y Lucía [la bola].  Armando, el jefe, comentó: “no pasa nada, ya se cansará y llegará a ‘Lucía’ de un tirón...! Lucía le decíamos al “sillón de acero” por ser venerable, un trofeo, desde donde ganar la mirada de la niña más bella de la cuadra, Lucia Sanoja [a la postre gran actriz]…No pasaron segundos cuando Jorge, el ‘Batman’ del grupo, se lanzó como ave al rescate de Pascual. Al final ambos volaron a una montaña de arena al lado de la grúa. 

La siguiente parada era la cueva de la vieja. Una cueva oscura, fría, desolada, repleta de murciélagos que salían espantados al escucharnos. Con linternas jugábamos a ‘la casa de los fantasmas’ simulando los parques de diversión tipo chicolandia…Luego seguíamos a cazar orquídeas. Peligroso envite. Estaban en la punta de un árbol en forma de garfio al filo de la cala. Como gatos trepamos a Mauricio, apodo inspirado en un hombre que vivió bajo su sombra. Dice la leyenda que “su espíritu afloró en las orquídeas” […]  La recompensa por vencer semejante brío era vender [las] en 5 bolívares. Arturito, por ser el más atrevido, ganaba más. Un día regresamos. Aquel noble árbol ya no estaba. Un aguacero le había derrumbado. Mauricio había partido…

Alcanzar la cueva del indio, suponía librar el ‘el salto del diablo’. Un bache a gran altura en forma de v, que exigía un salto de gacela para tocar base. Cualquier resbalón era caer por un barranco cuya única “mayas de seguridad” era un fusca de raíces y maleza. Confiábamos en su dureza, pero hoy sospecho que aquella maraña no toleraba el peso ni de conejo…Al inocente lo protege Dios. ¡Llegar a la cima era como si estuviéramos en el Everest! Nos creíamos Superman. Hasta capas rojas llevamos…

En el mar la vida es más riesgosa…

El club de vela de Macuto [Camurí Chico], fue una obra espléndida de Diego Arria. Un balneario público con servicios de primera, club de vela incluido. Papá me dio de alta en ese club.  Mi tutor era ‘cara de vieja’: Claudio. Un joven de Camurí, con pelo amarillo quemado por la sal del mar y su cara arrugada como una pasa. Su capacidad para maniobrar el pequeño bote de 12 pies era circense. Ganaba todas las regatas. El tema es que yo no contaba con su plante y mucho menos buen entendimiento con el mar. Un día me dijo, “Nano, hasta aquí llego yo hoy. Sigues tú. Sube dos [millas] a sotavento y regresas empopado. Si volteas ya te enseñé qué hacer…

Apenas al navegar una milla todo cambió. El mar se vino de azul a púrpura, de cálido a frío y de quieto a olas que no dejaban ver la vela. Claudio lo sabía. Me había enviado a un mar 4 para forzar mi destreza y adrenalina. No pasaron minutos cuando una ola me volcó. Activé el procedimiento. Viento en contra era difícil enderezar el bote. Me arrastraba la corriente. Cuando intenté buscar la orza [la quilla] debajo del agua, atasqué mi chaleco salvavidas con el gancho de la caza escota.  Los nervios me paralizaban. Ni pensé en sacarme el chaleco. De pronto apareció cara de vieja como un tiburón. Me tiró de los cabellos y puso mi cara en la burbuja de aire bajo la batea […] Al salir Claudio me Comentó: Bueno nuevo, acabas de aprender lo que la mar no se hace: retarle, desesperarse y huir…  

Equilibristas sin paracaídas…y un café. 

Uno de los juegos más delirantes eran los equilibristas. Cruzar edificios caminando sobre muros medianeros de 10 centímetros de ancho…De esos muros íbamos a las construcciones nuevas. Jugábamos a los paracaídas ¡pero sin campana! Nos lanzábamos de dos o tres pisos de alto para caer los montículos de arena. Ganaba quien se enterrara más…El día continuaba en un campo empedrado de béisbol entre bicicletas, guantes rotos, patines y pelotas descocidas. Aún conservo la huella de mis labios clavados en mis frenillos, tras un bote pronto que no pude dominar…  

Las noches terminaban a veces en una fogata en terrenos baldíos, entre salchichas y panes que cada uno traía. Una vez el fuego llegó a la ventana de doña Fátima, la conserje del Edificio Arcar. Corrimos al verla salir endemoniada en bata baño…Al llegar a casa mamá preguntó: ¿de dónde vienen agitados con esa cara husmeada? Al instante llegó [Doña Fátima] enfurecida: “Esses diabinhos queriam queimar minha casa…”. Mamá-que no entendió una sílaba-la invitó entrar a casa y tomar un café…

La vida es un largo viaje que al decir de Miguel Otero Silva en su poema Siembra, es “darnos a la rosa y al árbol, a la tierra y al viento…es vivir en las vibrantes voces de la mañana.” Travesuras que siembran felicidad y futuro. Recuerdos que lavan un presente como esas cuevas frías y oscuras iluminadas por linternas, que son nuestros deseos de vivir. Es la Venezuela que nos hizo resilientes, fajadores y voluntariosos, donde sembramos ilusiones, retos, aventuras y nos imponíamos cumbres, a las que queremos volver, pero con capas tricolor…. 

Gracias mamá…A fin de cuentas siempre supiste dónde estaba, qué peligro vencería y cómo regresaría a casa…Ahora entiendo la cantimplora, las botas frazzani y el pequeño San Antonio en mi cartera, de cierre mágico…

@ovierablanco         


Embajador de Venezuela en Canadá

https://www.analitica.com/opinion/travesuras-que-siembran-felicidad/