Los gobiernos autoritarios, en cualquier parte del mundo, tienden a trazar medidas inspiradas en la mentira, el resentimiento, la impudicia y en la deshonra. De ahí que sus praxis de gobierno apuntan a anquilosarse en el poder. Sin medida de las consecuencias que tan improcedente necedad contrae en el corto y mediano plazo.
A decir de la teoría política, el autoritarismo es un sistema político desviado del concepto de política. Del concepto ajustado a lo que la politólogo Hannah Arendt, refiría como la condición sine qua non que conduce a la “pluralidad humana”. Ello lo justificaba al explicar que “el hombre se realiza en la política siempre y cuando se beneficie de los mismos derechos que le son garantizados a los individuos más diversos y diferentes”.
Justamente en esta consideración, Arendt basaba su argumento. A ese respecto, aludía que en el fragor de dicha realidad ataviada de excelsas libertades y regida por las suficientes exigencias jurídicas, la pluralidad de los hombres procedía de una condición de vida en la que el individuo, en su afán por desarrollarse, reconoce como propia.
Lejos de esto, el autoritarismo actúa exento de una ideología que paute responsabilidades sociales, políticas y económicas. A excepción de las que consolidan su forma de (des)gobernar. Además, en el que un jefe o tropel de colaboracionistas, ejerce el poder dentro de límites mal definidos. Pero fácilmente previsibles a instancias de los intereses bajo los cuales se mueven precipitadas decisiones.
El caso Venezuela
Es exactamente lo que ahora ocurre en el ámbito político-económico de una Venezuela profundamente traumatizada a consecuencia de imposiciones cundidas de intimidaciones y abstenciones de todo género.
El régimen político venezolano, olvidó gobernar. Su tarea y compromiso constitucional se redujo a negocios disfrazados de actos gubernamentales. Negocios que somatizan la gestión pública convirtiéndola en causal de crisis que trastornan el discurrir del país descomponiendo la institucionalidad política, económica y social.
El régimen político venezolano se enfermó de poder al desfigurar sus responsabilidades. Gobernar ya no es un compromiso que corresponde a las personas encargadas de ello. Todo mutó a una organización cuyo propósito es básicamente, el aprovechamiento ilícito de los recursos naturales. Recursos estos sensibles de explotación comercial que reposan en el subsuelo nacional. Dichas convulsiones, de naturaleza anárquica, se realizan en beneficio de las finanzas personales de hordas de politiqueros y representantes de factores socioeconómicos. Igualmente, de cenáculos militares y policiales. De esa manera, los arreglos derivados de las susodichas operaciones son canalizados hacia causas que buscan engrosar las finanzas de personajes “revolucionarios” o mal calificados de “socialistas”.
Con razón estos oficialistas y adláteres, hablan sin ninguna vergüenza ni fundamento ideológico alguno, lo que significa y compromete el caro hecho “defender la patria a paso de vencedores”. Lo cual procura concretarse, según las conveniencias, coyunturas e intereses que dispongan la particularidad de cada transgresión a cometerse o perpetrada.
Para consumar tan graves violaciones, organizaron a Venezuela en función de la inminente necesidad de mantener ciegos, sordos y mudos al mayor número posible de venezolanos. De ahí se ha agarrado el equivocado concepto “distributivo de la riqueza” bajo el cual viene formalizándose el reparto de miserias que sirve al régimen para justificar y pretender la estabilidad en el poder.
Venezuela reventada desde adentro
Esa “organización” que muchos confunden con “gobierno”, se ha valido de “verdades fabricadas” para abrirse paso. Particularmente, hacia espacios que el populismo y la demagogia indican para facilitar la recreación de falsedades construidas sobre vulgares conjeturas y asquerosas temeridades.
Esto ha sido posible, valiéndose del hecho de fundamentar la ideología socialista del siglo XXI en el ideario del Libertador Bolívar. Sin siquiera haber reflexionado o comprendido la doctrina bolivariana. Pues todo lo engullido, por quienes dicen llamarse gobernantes y dirigentes políticos, se ha cimentado sobre el terreno de la apetencia monetaria. Cada vez, más en perjuicio de la soberanía y determinación libre del venezolano democrático, honesto y trabajador.
Como pregona el conocido refrán: “Tanto nadar para morir ahogado en la orilla” o expresión que retrata la contrariedad que se vive luego de un frustrado esfuerzo, ocurre el fatal desenlace sin alcanzar el objetivo trazado. Pero que en caso Venezuela, se interpreta cuando después de trabajar la consecución de la democracia como sistema político, el rumbo del país tomó una dirección distinta y contraria de la que muchos esperanzaron.
El destino le deparó otra ruta al país. Una senda en la que todo cambió para que nada en verdad, cambiara. O como a nivel de calle se oye decir, Venezuela mutó de “Guatemala a Guatepeor”. Mejor dicho, todo cambió para “peor”.
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