Aun cuando esta controversia entre tan fundamentales quehaceres del hombre, en su afán por posicionarse de cara a la vida, resulta complicada en su explicación y justificación, su pertinencia le adiciona una significación extraordinaria. Tanto, que reconocidos filósofos (Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche, John Stuart Mill, Kant y Jean Paul Sartre, entre otros igualmente calificados) han dedicado buena parte de su vida a estudiar las implicaciones que cada uno de dichos valores guarda en esencia para su comprensión e interpretación.
Para la política, en su esencia, el deber y el poder, comportan cualidades distintas. Sus diferencias, incitan profundos choques que, repetidas veces, terminan en serios conflictos que han derivado en resonados embates entre razones y consecuencias. Principalmente, en un mismo espacio de concurrencia de intereses políticos. Tanto así que, históricamente, se ha vivido continuos que tocan las complicidades que se registran entre el deber y el poder. Toda vez que se establecen interesantes pleitos entre ellos. De recios alcances filosóficos.
Aunque estos quehaceres, en tanto que valores, comportan relaciones éticas, morales, legales y procedimentales, el ejercicio ordinario de la política tiende a insumirlas todas. Particularmente, debido al amplio espectro que asoma la realidad cada vez que los contiene como elementos propios de alguna situación-problema que compromete eventos controvertidos. Incluso, la poesía también toma partida de los reacomodos por los que atraviesan tan trascendentes valores.
La política en su ejercicio habitual, se ve obligada a respetar el alcance de cada valor. A interpretar en buena medida la razón que lleva a cada valor a actuar. Pero a actuar apegado a un contexto específico que colabora en la configuración de una realidad lo más exenta de crisis desnaturalizadas. En perfilar las verdades, tal como lo exigen otros valores igualmente importantes para la ecuanimidad que demanda la vida social, económica, cultural y política, de una sociedad lo más ordenada posible.
Una complicada relación
Cada valor compromete obligaciones éticas. Pero igualmente, morales. Y de ser posible o necesario, toca responsabilidades jurídicas, legales y hasta de corte procedimental. Sin embargo, cuando las circunstancias no comprometen la ética, la moralidad, el aspecto legal o el procedimental, cada valor en su praxis o interpretación deja de asumirse como una obligación. Su cumplimiento no es pertinente pues no hay razón alguna para verlo en su acción como un hecho conveniente o necesario.
Sin embargo, la inmediatez y avatares que constriñen el ejercicio de la política, causan problemas al momento de actuar según los intereses y necesidades que le dan sentido a la voluntad humana. Asimismo, a la oportunidad y al tiempo o al momento, a la aspiración, al placer y a la apetencia.
Tanto el deber como el poder, son valores que pueden tentar a cualquiera mediante maquinaciones que sabe blandir quien mejor se emplee en el arte de la manipulación. Sobre todo, cuando su praxis roza o franquea los límites de la corrupción o de la codicia. O del mismo modo, cuando son incitados por el egoísmo, el resentimiento, el odio, la envidia o el revanchismo.
Quizás, la única manera de evitar ser tentado por las implicaciones del deber y del poder en el contexto de convulsas realidades, es la autonomía moral del individuo cuando se asume como principio de la razón.
Es así que cuando la gente accede al poder, está obligada a despedirse de sus entusiasmos, preferencias y subjetividades. Especialmente, de pensamientos que incitan a saciar frivolidades. O a actuar según las impudicias que la mente humana puede acariciar o anhelar.
De no lograrlo o no imponerse una actitud cónsona con los valores morales que acuden al respeto para mantener las distancias necesarias con artificios o caprichos, las realidades se verán expuestas caer en los confines de lo que puede verse encubierto por cualquier aprieto, conflicto o pleito entre el deber y el poder.
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