La inequidad imperante en la que pocos tienen tanto y la mayoría sobrevive “como puede” o “huye por no poder” es la más palpable evidencia del fracaso histórico que ha significado el chavismo en el poder desde 1999; pero, que el chavismo llegara, también evidenció el fracaso de un Estado, de un intento fallido de institucionalidad, que no pudo responder a su tiempo y atender debidamente a las necesidades de un pueblo que lo vio erróneamente como la solución.

Esta fantasía de país agricultor pobre, vuelto rico por voluntad divina con riquezas súbitamenteestalladas del subsuelo, que no por esfuerzo propio; vuelto nuevamente pobre y endeudado, tras la experiencia de la Gran Venezuela y, por desgracia, una vez más rico durante gran parte del chavismo, por la misma causa divina no trabajada, sin que aprendiéramos nada del pasado, repitiendo y profundizando los errores cometidos e inventando nuevos (sin copiar ninguno de sus aciertos, que los tuvo), ha desmembrado a Venezuela y nos ha hecho caer en la más profunda de las pobrezas. Nuestra historia tiene demasiadas aristas, con múltiples causas y hondas equivocaciones.

Acelerado retrovisor constitucional

A riesgo de pasar por reduccionista o quizás por leguleyo (pues tengo el enorme defecto y orgullo de ser abogado) y, pidiendo disculpas anticipadas a quienes han hecho del estudio de la historia su vida -como mis respetados Inés Quintero o Rafael Arraiz Lucca, entre otros- por invadir con mi visión personal su campo, el estudio de nuestra historia constitucional es el estudio de nuestro intento recurrente por conformarnos como República, con instituciones respetuosas de las leyes y los retrocesos -también recurrentes para impedir esa consolidación institucional. Recordando el ejemplo que usaba el Padre Olaso (s.j.) en las aulas de la facultad: el derecho es el guante, la sociedad la mano que debe ser abrigada. La sociedad va creciendo como la mano y el guante debe adaptarse a ella, ser de su talla, ni más grande ni más chico, porque no cumplirá su función y la mano se congelará. No hay nada más político en una sociedad que su ordenamiento constitucional y su vigencia real o no.

Cada constitución ha respondido a una realidad histórica, varias a errores, a personalismos, a autoritarismos. Algunas a intentos fallidos de organizar el Estado para crear una institucionalidad que garantizara la convivencia. Otras han respondido a buenas intenciones, pero sin posibilidades reales de tener vigencia plena para el momento en que fueron redactadas. Dos de ellas sí crearon realmente instituciones: la de 1830 y la de 1961. Casi lo logran pero, al final, ambas fracasaron en su intento de formar una República constitucional de derecho y su vigencia fue finita.

Nuestras primeras constituciones, la de 1811 y la de 1819, fueron textos que dibujaron una República que no existía. Indiscutible su valor para sustentar la revolución y la guerra de independencia, pero lo cierto es que aquellas provincias embarcadas en la gesta emancipadora no pudieron estructurar un Estado y, mucho menos, Instituciones de gobierno como las descritas en aquellos textos. El guante era muy grande para la sociedad de ese entonces.

La Constitución de Cúcuta de 1821 tuvo como propósito la unificación de Nueva Granada, Quito y Venezuela, y diseñó un gran Estado central que desconoció la forma federal que debió tener para que aquel proyecto fuera exitoso. Al no concebir un Estado federal para la recién parida Unión, su violación en Venezuela fue la regla desde el mismo día de su nacimiento. En 1822, el Cabildo de Caracas la rechazó y, de seguidas, comenzó un creciente movimiento separatista que desembocó en la sublevación de 1826, el esfuerzo infructuoso de salvarla en la Convención de Ocaña en 1828 y, ante la pérdida real de su vigencia y el vacío constitucional que se generó, el decreto dictatorial del Libertador Bolívar y la convocatoria a una constituyente para redactar una nueva carta magna en 1830 para regir una Gran Colombia que ya era inviable. El guante no era de la talla adecuada e incluso tampoco su tela era la apropiada.

En paralelo, Páez convocó en Valencia otra constituyente, que nace y queda para la historia como la mayor traición a Bolívar, pero creó la primera institucionalidad que fue más o menos estable y duradera. La forma de Estado que diseñó, permitió un modelo institucional que generó alternabilidad en el poder y, por vez primera, un pacto de convivencia política aceptado por todos los venezolanos. Además, marcó la estructura institucional del Estado en todas las constituciones que la sucedieron. Mal valorada por la traición a la idea de Bolívar, objetivamente analizada, fue la primera constitución que creó instituciones que en la práctica sí existieron, garantizó alternabilidad en el poder por casi 18 años y estuvo vigente por 27 años. Fue el guante apropiado para su tiempo.

En 1847, José Tadeo Monagas asalta el Congreso y rompe el hilo constitucional, deja en falsa vigencia la Constitución de 1830, pero renovó a los diputados por adeptos a su autoritarismo. Se mantiene en el poder hasta 1847, le entrega a su hermano José Gregorio Monagas hasta 1851, cuando regresa hasta su derrocamiento en 1858. Un año antes, en 1857, sus congresistas aprobaron una nueva Constitución que, sin duda, fue un retroceso histórico a la institucionalidad que había creado la de 1830.

El 5 de julio de 1858, se instala la Convención Nacional Constituyente, presidida por Fermín Toro, que repuso la vigencia de la Constitución de 1830 y nombró una comisión integrada por grandes juristas de la época: Gual, Sanoja y Toro, entre ellos, para que redactaran un proyecto de Constitución. Ratificaron a Julián Castro como Presidente Provisional de Venezuela. Regresa Páez de su exilio, pero las pugnas fueron creciendo entre los liberales partidarios de los Monagas y los conservadores que propiciaron la reposición del orden constitucional de 1830 y la redacción de un nuevo texto que, basado en aquel, mejorara la institucionalidad.

Nació así la Constitución de 1858, que mejoraba el estado democrático nacido en 1830, abortado por los Monagas. Con una concepción descentralizada, crea las dos cámaras en el Parlamento, cuyos integrantes debían elegirse de manera directa. Establece el voto directo, secreto y universal para todos los ciudadanos, con la única limitante de la minoridad para la elección del Poder Ejecutivo, conformado por un Presidente y un Vicepresidente. Ratifica los principios rectores de la Constitución de 1830: el carácter republicano, popular, representativo, responsable y alternativo del gobierno.

Solo se requería ser venezolano por nacimiento para ser Presidente, eliminado la exigencia de ser “propietario” que tenía la de 1830. Sin embargo, la confrontación que mantenían los liberales desplazados del poder hizo imposible la aplicación de su texto tan avanzado. Había sido redactada por los mejores juristas de la época, pero no reunió el requisito indispensable para tener existencia en la realidad: el consenso. La de 1830 sí lo tuvo, la de 1858, lamentablemente no. No era el guante apropiado para ese momento. Dos meses después de su aprobación, Antonio Leocadio Guzmán, Juan Crisóstomo Falcón y Ezequiel Zamora desembarcaron en la Vela de Coro y bajo la falsa bandera de luchar por la federación, desataron la terrible y cruenta Guerra Civil.

En marzo de 1864, se publica una nueva Constitución en la cual se enarbola la bandera de la federación y se renombra a la República como Estados Unidos de Venezuela, pero fue dictada para servir al general Juan Crisóstomo Falcón, sin crear en la vida real instituciones democráticas para gobernar. Siguieron textos constitucionales del denominado Período Liberal Amarillo, uno en 1874, para servir a Guzmán Blanco, otro en 1881. Y le siguieron el de 1891 y el de 1893. Con Castro en el poder vinieron las constituciones de 1901 y la de 1904, impuestas para servir a la voluntad del caudillo.

En 1909, entra en vigencia la primera Carta Magna Gomecista, a la que le suceden el Estatuto Provisorio de 1914 y las Constituciones disque “federales” de 1922, 1925, 1928 y 1931. Todas letra muerta, pues la voluntad del dictador era en realidad la ley, y la institucionalidad que contemplaba cada una de ellas, solo estaba al servicio de Juan Vicente Gómez.

En 1936, el General Eleazar López Contreras en el poder por el fallecimiento de Gómez, refrenda una nueva Constitución, que fue reformada en 1945. En 1947 se dicta la Constitución Federal refrendada por la Junta Revolucionaria de Gobierno presidida por Rómulo Betancourt, pero quedó derogada al año y cuatro meses de su entrada en vigencia, por el golpe de Estado del 24 de noviembre de 1948.

Marcos Pérez Jiménez, para no perder la tradición, también se hizo su propio texto constitucional, aprobado por sus dóciles seguidores el 11 de abril de 1953. El derrocamiento del dictador, el 23 de enero de 1958, impuso la necesidad de redactar una nueva constitución democrática.

¿Por qué perdió vigencia la Constitución de 1961?

Finalmente, el 23 de enero de 1961, el novel Congreso aprueba la nueva Constitución, que fue, hasta ahora, el texto más aceptado por los venezolanos como pacto de convivencia, en un esfuerzo por crear instituciones. Estuvo vigente por 38 años y sufrió dos enmiendas durante ese tiempo.

La concepción de una democracia representativa con elección directa, secreta y universal de la cabeza del Poder Ejecutivo y de los integrantes de ambas cámaras del Poder Legislativo; la asociación con fines políticos lícita, permitida para competir y alternar en el poder; la necesidad de crear una institucionalidad al servicio del ciudadano que manejara al Estado con imperio de la ley y no del gobernante de turno; la necesaria independencia de los poderes que garantizara controles en el consabido sistema de pesos y contrapesos para limitar al poder en beneficio del ciudadano; la apoliticidad de la Fuerza Armada recogiendo el ideal de Bolívar; todas esas, y muchas más, fueron ideas democráticas plasmadas con éxito en ese texto constitucional de 1961. Probó en la práctica y en su momento, reunir el consenso necesario para sembrar democracia y espíritu democrático y libre en el pueblo venezolano.

Democratizó la educación, se produjo el ascenso y la creación de una gran clase media. Fueron dos décadas, quizás algo más, de sano crecimiento.

¿Qué falló? Fallaron algunos seres humanos que dirigieron esa institucionalidad a partir de la gran riqueza que trajo el petróleo. En el camino, embriagaron a la sociedad y se embriagaron ellos mismos de una fortuna no trabajada, regalada por la naturaleza que, con el esfuerzo de algunos con visión de futuro, se le quitó a las trasnacionales para ponerla al servicio de la nación. Esa borrachera de petrodólares acabó con la necesaria austeridad con la cual debía ser administrada la inmensa cantidad de nuevos ingresos, como lo hicieron otros pueblos que han administrado sus súbitas riquezas para construir una institucionalidad que brinde bienestar permanente y no pasajero a sus pueblos.

Entonces, cuando la borrachera terminó, irremediablemente vino la resaca. Y, como quien después de ganarse el premio gordo de la lotería, compró casa nueva, autos, yates, regaló y repartió a propios y extraños; despertó un buen día para descubrir que ya no ingresaba dinero, que no tenía cómo seguir con aquel nivel de gastos y, para colmo, que tenía todos sus bienes hipotecados pues los había dado en garantía para seguir gastando.

“Recibo un país hipotecado” (Luis Herrera dixit). Viernes Negro, renegociación de la deuda, un Presidente que dijo haber sido engañado en esa renegociación. Regreso al pasado con la reelección de mandatarios que emulaban la grandeza perdida o la estabilidad constitucional e institucional también perdidas. Intentos de golpes de Estado que no recibieron el rechazo de un pueblo, pues había perdido la fe en sus instituciones.

Mención aparte merecerían muchos medios y empresarios que se embarcaron en terminar de acabar con los ya muy débiles políticos y partidos del momento. Apoyaron y financiaron un “cambio” a lo desconocido, a lo incierto: un salto al vacío institucional.

La fiesta fue monumental. La resaca también. Se relajaron las normas, se descompuso el sistema de pesos y contrapesos. Se destruyó la institucionalidad que se había diseñado con tanto cuidado porque, cuando se tenía dinero y poder, el cielo era el límite. De este inmenso error no aprendimos nada. (Al tiempo, ya Chávez en el poder, volvería a embriagarse de dinero y poder, con mayor profundidad y sin ningún logro tangible).

Algunos en su tiempo lo advirtieron. José Ignacio Cabrujas, a quien jamás dejaba de leer en El Nacional -aun cuando me advertían que el dramaturgo era comunista- en una entrevista a la revista Estado y Reforma señaló: “El concepto de Estado es simplemente un truco legal que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas de <me da la gana>. Estado es lo que yo, como caudillo o como simple hombre de poder, determino que sea Estado. Ley es lo que yo determino que es Ley”.

Otros, como Jorge Olavarría (a quien tuve la suerte de conocer y ser su amigo en los últimos años de su vida) le recordaba a los partidos políticos que “la historia de los partidos de la época de la revolución francesa señala un patrón que se va a repetir luego en otras partes: no fueron las fuerzas “reaccionarias” de la monarquía las que destruyeron a los partidos que nacieron de la revolución francesa, fueron los propios partidos los que se destruyeron unos a otros. De esa mutua destrucción fue de donde surgió la tiranía de Bonaparte que los destruyó a todos”. Como en efecto sucedió en la época de la resaca aquí en nuestra patria (los partidos se atacaron mutuamente y hasta fueron destruidos desde su interior por algunos de sus propios dirigentes) y quién sabe si como está sucediendo hoy; lo que debería parar de inmediato porque nuestros partidos políticos son parte de los pocos resortes organizados con los que cuenta la resistencia democrática para la lucha por las libertades.

Así, poco a poco, la institucionalidad dejó de dar respuestas a las necesidades ciudadanas. Así, poco a poco, esa institucionalidad perdió fuerza y dejó de tener dolientes.

Así se abrió el camino para que el pacto social que representó la Constitución de 1961 perdiera vigencia y le fuera fácil al “vengador” surgido de las Fuerzas Armadas, sepultar tanto a la Constitución como a la institucionalidad creada por ella. Ese guante tejido en 1961 para 1999 estaba completamente roto.

Y … llegamos a la Constituyente de 1999

Ya Chávez recién ungido como el “presidente salvador”, con una oposición política muy debilitada, convocó a una Asamblea Constituyente en 1999 para la que, en un principio, ni había publicado las bases comiciales con las cuales serían elegidos sus integrantes. Obligado tímidamente por la extinta y para ese entonces muy débil Corte Suprema de Justicia (resquicio de la institucionalidad de 1961 en terapia intensiva), terminó publicando unas bases que le aseguraban obtener, al ganar, una sobre representación en el órgano. Y así fue: Chávez había sido electo en diciembre de 1998 con 56.2% de los votos.

Necesitaba dominar la constituyente para imponer un nuevo modelo y, con una participación de solo 46,23 % de la población electoral y unas bases comiciales que aseguraban la sobre representación, de los 131 escaños constituyentes, se hizo con el 92 %.

Esa definitivamente no era la foto de la verdadera composición política del país.  Comenzó la pugna y la polarización extrema.

Con una abstención de 55,63 %, se aprobó en el referendo de diciembre de 1999 el texto constitucional de Chávez. Reglamentaria en extremo, garantista, con contradicciones notorias -como declarar la Federación, pero eliminar el Senado del Parlamento- y, con algunas posibilidades de crear nuevas instituciones democráticas, algunas mal concebidas ad initio. Poco duraron las buenas intenciones que su letra contiene. A mediados del 2000, desde la nueva Asamblea Nacional, se procedió a votar -en un bosque de manos alzadas- la toma del nuevo TSJ y las demás instituciones constitucionales. El intento de reinstitucionalizar al país había sido abortado.

Era evidente que la Constitución de 1999 no había sido redactada dentro del consenso necesario para convertirse en un verdadero Pacto Social de todos los venezolanos. Pero peor que eso, sus promotores no buscaron ganar ese consenso como Pacto Social en su ejecución; por el contrario, se apartaron de su letra. Como tantas otras constituciones de nuestra historia, había nacido para ser violada por sus propios promotores. También por sus adversarios, que no la consideraban obligante y luchaban por restituir un orden constitucional extinto, el de 1961. Carmozano y paro petrolero de por medio, llegamos a la propuesta de Reforma que el propio Chávez proponía para su texto constitucional.

He sostenido, y así lo creo, que la Constitución de 1999 se volvió el Pacto Social de los venezolanos cuando, en 2007, Chávez -con su mayoría parlamentaria- pretendió una reforma constitucional que implicaba la modificación de 69 de sus artículos. Entonces, quienes no apoyaron su aprobación en 1999 se convirtieron en sus principales defensores y, quienes la habían redactado como “la mejor del mundo”, apenas unos años después, proponían reformar casi una cuarta parte de su contenido. Al ganar el referendo los opositores a la reforma, se selló el Pacto. Poco duró. Varias de esas reformas rechazadas, luego fueron aprobadas de contrabando con leyes inconstitucionales para dibujar un estado comunal y, con una oposición debilitada, mediante enmienda, se aprobaron verdaderos atentados a la alternabilidad del poder, como la reelección indefinida, rechazada con la reforma constitucional fallida.

Mientras todo esto sucedía, los petrodólares comenzaron a fluir con mayor intensidad, años de altísimos ingresos se sucedieron. De nuevo, la fiesta de los millardos, la indigestión en el bacanal. Dinero y poder juntos, sin instituciones capaces de ejercer ningún control del gasto ni del endeudamiento público. Las institucionalidad constitucional era letra muerta. Peor que en la época de la Gran Venezuela, este descomunal gasto público no fue ni parcialmente dirigido a gastos de inversión (como sí ocurrió otrora en CAP1).

El proyecto mesiánico tenía un segundo aire, ¡y qué clase de aire!. Daba para todo, aquí y fuera de aquí. Pocas voces clamaban por los controles, las instituciones y el cumplimiento de los procesos y formalidades legales. Decretos de Emergencia sirvieron para evadir licitaciones, procesos de contratación y procura. Sobreprecios, compra de chatarra internacional, obras que se iniciaban y nunca se continuaron, obras que se volvían a reiniciar y se quedaban de nuevo estancadas. ¡Si así llovía, que no escampara!, pero escampó; siempre escampa.

Se acabó la fiesta y comenzó la peor de todas nuestras históricas resacas: el aparato productivo de Venezuela estaba destruido, incluyendo su industria petrolera, los ingresos bajaron y no daban, la República estaba -y está- más endeudada que nunca.

Se va Chávez, llega Maduro -en una sustitución constitucional amañada- y se encuentra con un país arruinado por ellos mismos. Presos políticos, medios silenciados, violaciones de derechos humanos y el inicio de la diáspora (primero los más instruidos, luego todo el que ha podido).

¡Qué culazo! (y perdón por mi francés), pero no podía tener otro final esa fiesta milmillonaria.

Los que detentaban el poder se blindaron. Ante la falta del líder carismático y mesiánico, lo fundamental es mantenerse en Miraflores lo más posible, seguir controlando la institucionalidad y seguir con la confrontación, culpando a todos de sus propios errores.

El balance es tétrico. El fracaso del proyecto es brutal. Pero hay que sostenerlo, porque él significa sus propias sobrevivencias.

¿Cómo salimos de esto?

Luego de más de dos décadas de confrontación, nadie ha podido extinguir a la contraparte. En la pugna por el poder, quienes lo ejercen lo han usado sin límites y en ausencia absoluta de una institucionalidad real, como la prevista en 1999. Quienes objetan ese ejercicio, han pasado por múltiples etapas de resistencia y de acciones.

Poco vale a estas alturas tratar de determinar la constitucionalidad de nada. No vivimos en un Estado Constitucional de Derecho y Justicia. Estoy seguro que todos en su fuero interno lo sabemos.

Hay que construir un pacto social para todos. ¿Es fácil? No, para nada, es  tremendamente difícil.

¿Sirve la Constitución de 1999 como base para ese pacto social? o, dicho de otra manera, ¿puede ese texto violado incesantemente convertirse en ese acuerdo necesario para la reinstitucionalización del país, la creación de instancias e instituciones que curen las profundas heridas sociales, establezca garantías para todos sin impunidad, regrese la alternabilidad en el poder con estabilización política, económica y social? En mi criterio personal, sí puede serlo, aun cuando debe ser sometido a algunas modificaciones que le permitan a esta sociedad fracturada, a este país desmembrado, comenzar a unirse de nuevo.

El hartazgo y la falta de esperanza en un futuro mejor son hoy los signos más evidentes de que nuestro pueblo no quiere ni puede seguir viviendo en este estado de inequidad que describí en el primer párrafo. Ese hartazgo y esa falta de esperanza es lo que lo empuja a huir por nuestras fronteras, con un solo pensamiento: cualquier cosa será mejor que esto.

Tenemos que ser capaces de construir ese nuevo acuerdo que, basado en el texto constitucional de 1999 (impuesto en 1999 y defendido en 2007), con las reformas que sean pertinentes hacerle, sea el primer peldaño para la reconstrucción del país, un país que no será nunca igual a aquel espejismo de nación rica que nos emborrachó ya en dos ocasiones; pero que puede ser un país democrático, de respeto a la ley y a la dignidad del ser humano, que desde abajo se reconstruya sobre bases sólidas, austero, con realismo. Ese país que todos llevamos en nuestro corazón donde quiera que estemos, que nos identifica como pueblo en nuestro hablar, en nuestro cantar, en nuestra forma de ser. Ese país que hoy está desmembrado, pero que con muchísimo esfuerzo se puede amalgamar. Hay que terminar de tejer el guante constitucional de 1999, adaptarlo a la realidad del 2023, para que pueda abrigarnos a todos con sentido de inclusión y permanencia.

Hay que vencer las soberbias propias del ser humano, hay que someter las posiciones irreductibles y reducirlas. Hay que desdibujar el mesianismo y el personalismo.

Hay que negociar la construcción de instituciones que sobrepasen a los que temporalmente las ocupan o las ocuparán.

Solo un Acuerdo así, nos reinsertará de nuevo en la comunidad internacional democrática, que deberá servir de garante para que se cumpla en cada una de sus etapas.

Esta Tierra de Gracia, como la describió Cristóbal Colón, debe llegar a serlo de verdad. Y puede serlo. Ver el tablero completo, salir de las esquinas dogmáticas, volvernos a descubrir y a reinventar entre todos, es la única salida posible de este laberinto en que nos movemos y que nos consume a todos. ¡Carajo, Si hay futuro!

https://www.analitica.com/opinion/pais-desmembrado-hay-futuro/