Álvaro Conrado fue alcanzado por el disparo de un francotirador armado de un fusil Dragunov el mediodía del viernes 20 de abril de 2018, mientras corría llevando dos botellas de agua que quería entregar a los estudiantes que ocupaban una barricada en las inmediaciones de la Universidad de Ingeniería en Managua.
Recién había cumplido 15 años y correr era una de sus pasiones. Al día siguiente participaría en una competencia colegial en la cual esperaba ganar su cuarta medalla, y la representación de Nicaragua en un certamen centroamericano de pista y campo en Panamá.
Había comprado las botellas de agua en la tienda de una gasolinera. Vestía jeans azules, zapatos deportivos, una gorra con el emblema de los Yanquis de Nueva York, y llevaba puesta una chaqueta roja que, según piensa su padre, lo hizo ser blanco fácil para el francotirador instalado en el techo del Estadio Nacional de Beisbol, que lo cazaba a través de la mira telescópica.
El disparo, con trayectoria de arriba hacia abajo, entró por el labio inferior, le atravesó el cuello, dañando la laringe y el esófago, y fue a alojarse en el tórax.
Hay un video de 16 segundos en el que se ve el momento en que, tras recibir el disparo, es auxiliado por estudiantes y gente de la calle mientras no deja de decir: “Me duele respirar”. Sentado en el suelo, jadea con dificultad, la chaqueta roja remangada. Alguien parece acercarle una botella de agua. Son segundos demasiado fugaces.
Fue subido a la parte trasera del vehículo de un desconocido que lo llevó al hospital Cruz Azul, a pocas cuadras. En el trayecto, pedía que por favor no lo dejaran dormirse, porque tenía miedo de no volver a despertar. Se desangraba, y le seguía doliendo respirar.
“En lugar de recibirlo lo que hicieron fue cerrar apresuradamente la puerta”, dice el padre. Entonces, el mismo desconocido lo llevó al hospital Alemán Nicaragüense, donde tampoco quisieron admitirlo. En el hospital Bautista, que es privado, sí lo acogieron. Pero a las dos de la tarde murió en el quirófano.
Llevaba cuarto año de secundaria en el Instituto Loyola. Quería estudiar la carrera de derecho, dice su padre. Lo discutían juntos. Y después de sacar su título ya verían de conseguir una beca para hacer un posgrado en el extranjero. Estados Unidos, tal vez.
Su padre se llama también Álvaro Conrado, ingeniero informático, y su madre Liseth Dávila. La familia vive en el barrio Monseñor Lezcano. Luz Marina, la abuela, vive con ellos. “Cuando se le metía una idea en la cabeza nadie lo hacía cambiar de opinión”, dice la abuela. Y no soportaba las injusticias.
Un verdadero as con la patineta. Sus cabriolas eran preciosas, dice su padre. Y con sus entrenamientos de atletismo, riguroso. Cuando aún no había cumplido los seis años aprendió a tocar la guitarra. Amante del rock, sus preferidos últimamente eran los Beatles y Queen. También lo atraían los animes. Soñaba con viajar a Japón.
El jueves 19 de abril del 2018, con las clases suspendidas debido a la rebelión que sacudía el país, Álvaro se fue al colegio temprano de la mañana para entrenar. Luego pasó toda la tarde acompañando a su papá en el trabajo, y entonces le pidió que le explicara lo que estaba pasando en las calles. Después de escuchar con atención, dijo: “papá, ¿por qué no nos vamos a asomar?” “No, eso es muy peligroso” respondió el padre. “Vos sos un niño todavía”.
Volvieron juntos a la casa, cenaron. Siguió haciendo preguntas hasta la medianoche. El asunto de las protestas no se le iba de la cabeza. Antes de dormirse, le envió un mensaje a una amiga, que la madre encontró después en el teléfono: “…dónde está el respeto hacia nuestra patria. Es Nicaragua, no es cualquier basura. Somos nicaragüenses. Somos uno solo. Contra eso no podrán nunca jamás”.
Al día siguiente se levantó muy temprano. Su abuela lo notó inquieto, y ahora, sacando cuentas, piensa que su preocupación se debía a que iban a ser ya las nueve y su papá no terminaba de irse al trabajo; lo que quería era salir cuanto antes hacia las barricadas.
“Desayunamos juntos, nos despedimos y eso fue lo último”, dice el padre. “Entonces pasado el mediodía recibo en mi oficina una llamada desde su propio teléfono, y cuál es mi susto cuando esa persona desconocida que lo había recogido me informa que mi hijo está entrando al quirófano del hospital Bautista, y que lleva una herida grave en el cuello. Yo corrí al hospital, pero, ya no lo alcancé a verlo vivo”.
En la casa del barrio Monseñor Lezcano fue levantado una especie de altar de muertos con las pertenencias de Álvaro: su último certificado de notas, sus medallas de atletismo, la guitarra en su funda, la patineta de las cabriolas que admiraban a su padre. Su carnet de colegial, sus fotos.
El artista gráfico Juancho Tijerino le hizo un retrato estilo manga, por eso de que le gustaban los animes. El pelo abundante y revuelto, los ojos diáfanos agrandados tras sus lentes de pasta, el pecho erguido cruzado por la bandera de Nicaragua que flota por encima de su camiseta deportiva, y posado sobre su hombro izquierdo un guardabarranco, el colorido pájaro nacional. Esa es la figura que prendió en las redes y fue impresa en pancartas que navegaron entre las multitudes en las marchas, en camisetas, banderolas, calcomanías. Hasta que fue prohibida.
El viernes de abril en que Álvaro fue asesinado, otros muchachos cayeron también víctimas de los francotiradores, y muchos más seguirían cayendo en los días sucesivos. La cuenta de los muertos por la represión que empezó en ese mes de abril de hace tres años alcanzó más de trescientos.
“Mi hijo hoy cumpliera 18 años y fuera un hombrecito, estaría estudiando en alguna universidad”, dice su padre.
El sol es de incendio sobre Nicaragua en abril. Pero la hierba verde renace de los carbones, dice Ernesto Cardenal.
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