En cualquier sistema político, quienes desean integrarse a él se autoseleccionan. Quienes tienen las características adecuadas para ser exitosos se suman, mientras otros no se acercan. Algunos experimentan, y al darse cuenta de lo requerido deciden retirarse; otros aprenden. El sistema tiende a ser bastante homogéneo.
En el capitalismo de compadrazgo (crony capitalism), los empresarios aprenden a convivir con los políticos como socios, o al menos como extorsionadores permanentes. Quien no puede participar así, se va a otra parte.
En el siglo 20, México tuvo un sistema político autoritario que privilegiaba la disciplina, y eso aprendieron los participantes en él. Vivimos también en un capitalismo de compadrazgo, con la excepción de los regiomontanos, que habían construido su riqueza desde antes de la Revolución, y por eso fueron llamados al orden por Lázaro Cárdenas en febrero de 1936. Apenas con la entrada en vigor del TLCAN pudo construirse una clase empresarial autónoma del poder político en México.
Por estas razones, esperar un cambio de parte de políticos y empresarios no ha sido buena idea en México. Ambos (salvo los empresarios autónomos) viven del sistema priista del siglo 20. Cuando alguien reclama que los políticos y empresarios mexicanos no han hecho nada por el desarrollo del país tan sólo está reconociendo que se trata de personas racionales.
Esta columna ha insistido, desde hace décadas, en que la gran tragedia en México no viene de esos grupos. Quienes nos han fallado han sido los medios de comunicación y la academia. Es de ahí de donde debieron llegar las propuestas de transformación, las ideas, la movilización. Pero nuestros intelectuales se han esforzado por cumplir la descripción que hiciera de ellos Robert Nozick hace casi 50 años:
“Por intelectuales no me refiero a todas las personas inteligentes o de cierto nivel de educación, sino a aquéllos que en sus actividades se ocupan de las ideas expresadas en palabras… A los intelectuales… les va bien en el contexto del liberalismo… sus talentos ocupacionales tienen demanda, sus ingresos están por encima del promedio. ¿Por qué entonces se oponen desproporcionadamente al liberalismo?… Esta oposición se da sobre todo ‘desde la izquierda’ pero no únicamente”. “Los intelectuales esperan ser las personas mayormente valoradas en una sociedad, aquéllos con el mayor prestigio y poder, aquéllos con las mayores recompensas”. Termina diciendo que mientras más meritocrática es una sociedad, mayor probabilidad habrá de que esos intelectuales sean de izquierda, y serán mucho más anticapitalistas los más jóvenes.
Fueron los intelectuales, académicos y mediáticos, los que defendieron al régimen de la Revolución en tiempos de Echeverría (Fuentes, por ejemplo). Fueron ellos los que se opusieron al TLCAN y a la globalización. Fueron ellos los que se agruparon detrás de Cárdenas, primero, y de López Obrador, después. Han sido ellos (y ellas, para que nadie se sienta fuera) los facilitadores del triunfo de López Obrador, y son hoy normalizadores del gobierno más destructivo en la historia nacional. Son los que exigen una oposición programática cuando lo que está en juego es la supervivencia de la democracia. Son los que exigen rigor en la crítica, pero se mantienen en silencio frente a las decenas de mentiras que el Presidente lanza cada día.
Diría Nicolás Taleb que esto se debe a que no se juegan nada con sus opiniones. Nadie nunca los llama a cuentas. Siempre tienen la excusa en los labios: “No había opciones”, “los otros eran peores”, “ya le tocaba”.
Desde el resentimiento del intelectual que Nozick describe, desprecian al resto de los ciudadanos. No estamos a su altura quienes defendemos la democracia y las libertades. Ellos, en cambio, promueven algo superior: su propia moral. Se llama totalitarismo, los apellidos son conocidos.
Este artículo fue publicado originalmente en El Financiero (México) el 16 de abril de 2021.
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