Creo no estar equivocado al afirmar que Venezuela es el país que ha tenido el mayor número de constituciones, a pesar de no haber cumplido dos siglos de existencia, siendo la de mayor duración, y en esto si tengo certeza, la de 1961 que fue derogada por la de 1999.

La inmensa mayoría de esas constituciones fueron el resultado de una “revolución armada” que tomó el poder y desde el poder mismo se dio una constitución hecha a la medida de la “revolución triunfante”, lo que significa que todas ellas a pesar de consagrar “que la soberanía reside en el pueblo”, dejaron claro que ese pueblo y esa soberanía estaba siendo representada por la “revolución triunfante”.

Nada diferente trajo la “asamblea constituyente” de 1999, como no sea la connivencia y en algunos casos la complicidad de las instituciones existentes bajo la entonces vigente constitución de 1961, o la misma “connivencia o complicidad” de una buena porción de los integrantes de esas instituciones. Como contundente demostración de lo expresado, baste señalar que los diputados electos para cumplir exclusivamente la función de redactar el texto de un nuevo proyecto de constitución cuya aprobación por los asambleístas no le daría validez, pues el texto aprobado debería ser objeto de un referendo popular de cuyo resultado aprobatorio o negativo derivaría la validez del nuevo texto, o la permanencia de la vigencia de la constitución de 1961, de donde se puede concluir con evidencia suma, que la constitución de 1961 mantenía su vigencia durante las deliberaciones de la “asamblea constituyente recién electa”.

Como elementos definitorios de un régimen de facto al margen de toda legalidad y expresamente inconstitucional podemos señalar los siguientes: 1) la calificación de “moribunda” dada por el presidente electo a la constitución de 1961 bajo cuyo ordenamiento y cumplimiento debía juramentarse y sujetar su conducta, haciendo de sus actos que no se ajustaran a ella actos ilegales e inconstitucionales; 2) la ordenación de un desfile militar que no tenía por objeto el reconocimiento por parte de las Fuerzas Armadas al poder civil emanado del voto popular, que hace del Presidente electo, al tomar posesión del cargo, el “Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, sino la adhesión de las Fuerzas Armadas al delito de rebelión en el cual estaba incurso el teniente-coronel electo presidente, aunque su causa hubiera sido sobreseída y en consecuencia, el juicio que debía ser incoado no tuviera lugar, aunque la existencia del delito, solo por razones procedimentales, debía demostrarse en el curso del proceso, cuando la prueba del delito la proveía la “flagrancia” que lo acompañó y la confesión contenida en la frase “por ahora”, que hacía no solo plena prueba del delito cometido, sino de la intención de volverlo a cometer, que es como decir no solo la contumacia, sino la incitación a otros a la comisión del mismo delito como lo prueba el intento fracasado de cometerlo el 24 de noviembre de 1992 por parte de unos generales de la aviación “de cuyos nombres no quiero acordarme”.

Sin embargo, el hecho más notorio que define la inconstitucionalidad del régimen que se instaló el 2 de febrero de 1999, no fue obra del recién electo presidente, sino que va a ser obra de la asamblea electa con la única misión de redactar un proyecto de constitución, la cual tomando por la fuerza la sede del Poder Legislativo (no fueron ellos desde luego, sino las Fuerzas Armadas las que desalojaron a los senadores y diputados electos para el período 1999-2004) suprimió éste, asumiendo sus funciones, no así el judicial, representado en la Corte Suprema de Justicia que prestaría algunos servicios que le servirían a algunos de sus miembros para formar parte del nuevo Poder Judicial: El Tribunal Supremo de Justicia. (continuará)

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