“Hubiera preferido otra muerte… me equivoqué al creer que los duelos políticos nunca serían duelos a muerte”. Con la defenestración de Carlos Andrés Pérez en 1993, se vive un proceso del todo ajeno a nuestro fogueo republicano. Por primera vez se interrumpía el mandato de un gobernante democráticamente electo para dar curso al juicio que coronaría con su destitución. El derrocamiento constitucional (Carlos Raúl Hernández y Luis Emilio Rondón: La democracia traicionada, 2005), la romería de demonios ataviados de moralismo republicano, trueca en espejismo colectivo. En medio del trance, algunos vaticinan que la salida de CAP hará que la paz reine nuevamente para “ir sin traumas al proceso electoral”. Lo que siguió da cuenta del autoengaño. Se cumplía así un despropósito, dicen los autores: esa “Ley del corazón”, conciencia enloquecida, purificadora, caótica que, según Hegel, el individuo desea convertir en “ordenamiento universal”, a espaldas de toda cauta limitación del poder.
Quizás uno de los pocos pasos sensatos desplegados en medio de esa “marcha de la locura” que desfiguró a la democracia venezolana, fue el que tuvo como protagonista a Ramón J. Velásquez. Elegido por consenso para asumir las riendas de una transición inédita, comprometido durante los últimos 8 meses de un quinquenio que se consumaba en el vértigo de la crisis sistémica, el desafío era inconmensurable. Presentía que Venezuela era “un gran circo, y el número era del más viejo equilibrista caminando por la cuerda floja”.
Afirmaba Edgar Otálvora (La paz Ramónica, 1994) que todo presidente “llega al gobierno contando por lo menos con seis elementos que sirven de impulso inicial… y casi seguro sustento durante la gestión: un partido político o coalición de varios; un equipo de campaña electoral; un equipo de asesores encargados de la elaboración del programa de gobierno, la oferta electoral; un grupo de amigos solidarios y dispuestos a cooperar, (…) una fracción parlamentaria afín”. Eso, amén del factor vital:tiempo, “útil para formar gobierno, preparar el despegue, las primeras acciones, el efecto publicitario de los primeros días, decantar los equipos de trabajo”. Pero Velásquez llegó a la presidencia sin ninguno de esos avíos. Quizás “con una importante lista de leales amigos, pero sólo eso, lo cual no basta para armar gobierno y gobernar”.
Para el cargo se lanzan, además, los nombres de Reinaldo Cervini y Calderón Berti. (En algún punto sonaron los de Octavio Lepage, quien ejerció la interinidad en su condición de presidente del Congreso; y Carlos Delgado Chapellín, ex-presidente del CSE, a quien Velázquez luego designa ministro de Relaciones Interiores). No obstante, en sesión conjunta del Senado y Cámara de Diputados y con respaldo de las Fuerzas Armadas, Fedecámaras y la CTV, la deliberación bendice a Velázquez. 205 votos de un total de 236. Lo que venía, advierte el inopinado jefe de Estado, era una prueba de fuego para las instituciones del país.
En medio de tal conmoción, del descabezamiento del sistema político, ¿qué habilidades vieron sus pares en Velázquez para encomendarle la misión de serenar ánimos y asistir a una nación tan rota? Su amigo, el ex senador Carlos Raúl Hernández, ayuda a reconstruir la complejidad de las horas que certificaron “la sagacidad, el extraordinario talento político” del historiador, periodista y político. Autor de una obra historiográfica y periodística fundamental, erudito “extremadamente respetado”, objeto de grandes simpatías. Hombre vinculado a todos los peligros, como lo pintó José Agustín Catalá; una trayectoria honorable que incluyó lucha y cárcel durante la dictadura de Pérez Jiménez. Como secretario de la Presidencia en tiempos de Betancourt lidió con la insurgencia armada, 22 intentonas que desde la izquierda y la derecha amenazaron a la joven democracia. Tal circunstancia lleva a Betancourt a asignarle un rol estratégico en la interlocución con la izquierda, contó Velázquez al amigo. Astuto como era, Rómulo mantuvo el control de la fluida relación con las Fuerzas Armadas y los sectores conservadores, y dejó en manos del colaborador más cercano un vínculo “muy sano” con quienes incluso habían abrazado posturas insurreccionales.
Pero la piedra angular de su prestigio como articulador de posturas diversas, se ata a su desempeño en la comisión pluripartidista para la reforma y descentralización del Estado. La COPRE, “de los organismos más exitosos de nuestra historia democrática, donde las visiones más dispares encontraban síntesis”, operó bajo su dirección entre 1984 y 1986, recuerda Hernández. Siempre remiso a “fabricar fantasías”, Velázquez encarna al político idóneo para ese tránsito que nadie anticipó. Azuzado por las dificultades pero dueño de comprobada virtù, el ex senador del Táchira se alzó como la primera opción de todos los sectores políticos, Gustavo Tarre dixit. “Gobernaré consultando a todos los sectores”, ofreció y cumplió; “aunque la responsabilidad de los actos de gobierno siempre será mía, en tanto que las decisiones las toma el gobernante en soledad”. Un país dislocado aparecía, por momentos, imbuido de cordura.
No es gratuita la invocación del episodio. El presente, siempre jugando a ser eco fullero del pasado, reedita callejones, impele a apurar decisiones y forjar acuerdos en medio de las peores borrascas. A merced del alud de candidatos con ojos puestos en 2024, nos vendría bien masticar las gruesas razones y sutilezas que -parafraseando a Otero Silva- condujeron hacia la piedra que era Velázquez. Qué necesita el país es, de nuevo, la pregunta. La esperanza de cambio no claudica. “Siempre pienso que los venezolanos están en movimiento”, repica Ramón J.; que “la hamaca del sueño borracho ha sido reemplazada, y que cualquier día amanecerá un nuevo país en marcha hacia su gran desarrollo…”
@Mibelis
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