Dejamos el automóvil en el embarcadero y subimos a la chalana que a esa hora del atardecer nos llevaría con sus pasajeros a Soledad, al sur de Anzoátegui cruzando el Orinoco. Aquel fue un día de gloria para el cine venezolano porque a las once de la mañana acompañado de Belén Lobo estuve inaugurando una exitosa Muestra de Cine en una sala de Ciudad Bolívar y el Orinoco no solo estuvo presente en todo momento sino que Belén y yo ardíamos en deseo de navegarlo. Al hacerlo, en aquella hora que muy pronto se convertiría en deleite crepuscular sentimos que nuestra alegría se confundía con la fuerte brisa que producía la velocidad de la embarcación y fue entonces cuando a la mitad del recorrido apareció la brillante, amarilla y espléndida luna de Ciudad Bolívar, pero conmovidos vimos también al sol de aquella tarde sedienta y luminosa encontrarse con la luna sobre el río eterno que siempre ha sido como nuestro gran Padre.
Era evidente que el día hacía esfuerzos por mantenerse junto a la noche porque iniciaban ambos su correría hacía un nuevo amanecer. Sin embargo, al llegar a Soledad, mientras veíamos desembarcar a los fatigados pasajeros que trabajan en Ciudad Bolívar pero viven en esa ciudad dormitorio enfrentados a la vieja e histórica Angostura, todavía en el cielo persistía el abrazo del sol y de la luna y bajo aquel sublime hechizo decidimos permanecer sentados en nuestro lugar para retornar a Ciudad Bolívar en compañía de dos o tres pasajeros, volver a Soledad con nuevos viajeros fatigados aunque ansiosos por llegar a sus casas, y regresar nosotros dos al punto de partida tantas veces como fuese posible porque la luna, el río y el sol se habían apoderado de nuestros espíritus citadinos poco habituados a navegar sobre las fuertes corrientes de los ríos. La luna, con la luz que le presta el sol, ya en su eterno viaje hacia el este del mundo, se hizo dueña de la noche desplazando parcialmente a la oscuridad; y el río asumió en la penumbra una asombrosa prestancia que nunca imaginamos que fuese mas altiva que la que ofrecía el sol cuando soberbio e invicto se mantenía en el cielo y de pronto vimos al caballo galopando a nuestro lado. Estremecía las aguas con el brío de sus patas delanteras y su cuerpo poderoso brillaba bañado por la luna. Belén, estupefacta, lo veía galopar y sacudir las crines esparciendo agua cada vez que chapoteaba en el caudal. Y vi de pronto sentado a mi lado, a mi amigo Luis García Morales (Ciudad Bolívar, 1929- Caracas, 2015), autor de El río siempre, 1983, acaso el poemario mas hermoso y equilibrado que se ha escrito sobre el Orinoco, con la sabia voz del conocedor explicando y serenando nuestro desconcierto diciendo que el río es el caballo, que el caballo es el viento, el viento es el tiempo, el tiempo es el río y el río la oscuridad anegando la lumbre de una página por escribir y desde la altura de su inextinguible voz poética, mi amigo dijo refiriéndose a las caudalosas aguas del río por las que Belén y yo veíamos galopar el caballo que ellas caen gota a gota en lo profundo del bosque como rocío y gota a gota desde lo profundo del bosque llegan a convertirse en el Orinoco, el mar por el que navegábamos abrazados por el sol y la luna de Ciudad Bolívar y de Soledad.
Y así estuvimos Belén y yo cruzando el río llevando pasajeros a sus dormitorios de Soledad, viéndolos desembarcar con cansancio en los ojos y regresar nosotros dos a Ciudad Bolívar fascinados por la luz de la luna brillando en el cielo estrellado y escuchando el galope incesante del caballo a nuestro lado sentados en una embarcación totalmente vacía porque ningún habitante de Soledad vive en la capital del Estado. Y fue solo en la última travesía desde Soledad cuando subió a la chalana la única pasajera que con toda seguridad iba a trabajar a Ciudad Bolívar a esa hora tardía de la noche: una chica, atractiva, recién salida de alguna triste adolescencia, maquillada en exceso, vestida de milimetrada minifalda, pies desnudos en sandalias y uñas carmesí, sin prestar importancia alguna a la luna y al caballo que tanto nos maravillaban a mi, a mi mujer Belén y al poeta que estuvo sentado a mi lado.
Y al verla entrar a la embarcación sonreí y le dije a Belén: ¡Soledad va a trabajar, es la única pasajera! Mi mujer me miró desafiante y como si estuviera cabalgando sobre el caballo que galopaba en el río dijo: ¡Ella no es Soledad! ¡Ella es la Luna que va a alegrar la vida en Ciudad Bolívar!
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