La palabra integridad nos lleva en un viaje a las profundidades del alma. Integridad proviene del latín integritas que corresponde a totalidad, indemnidad, robustez y rectitud. Se deriva del adjetivo latino integer compuesto por el prefijo in que significa no y la raíz del verbo tangere que significa tocar o alcanzar. De este origen podemos comprender que la palabra integridad se refiere a la indemnidad y robustez de la totalidad del ser que no ha sido tocado o alcanzado por el mal.

En términos prácticos la integridad puede definirse como la concordancia entre nuestras conciencias y nuestras acciones. La conciencia en su estado original; es decir, la ley de Dios escrita en lo más intrínseco del corazón humano, en el ADN del ser interior. Es la acción derivada del llamado de esa sutil pero firme voz que nos devela la intención del corazón, la motivación detrás de cada acto. Cuando somos íntegros respondemos siguiendo la voz del “Pepe grillo” que todos tenemos caminando en el cerebro y susurrándonos al oído la naturaleza de nuestras acciones.

Ahora bien, en el camino recorrido por el significado y las implicaciones de la humildad nos encontramos con su hermana la integridad. Ellas dos se entrelazan de tal manera, que parecen dos gemelas en ese fenómeno en el cual una de ellas comienza a tararear una canción que la otra está pensando o cantando en su cabeza. Están completamente entretejidas en la vida, en el ejercicio cotidiano de sus funciones desde las cosas más simples hasta las más trascendentes.

El desarrollo de estas virtudes no se trata de la perfección, no se trata de un absoluto; pues los seres humanos no somos perfectos, pero si perfectibles. Cuando estamos en el camino derecho miramos constantemente a nuestro interior, la humildad nos permite hacer balances, para rectificar cuando nos hemos equivocado; para enderezar o restaurar lo que hemos torcido con nuestro proceder; para volver a iluminar el camino que le dejamos libremente a las tinieblas. 

La integridad nos permite decidir darle la espalda a la corrupción que pretende seducirnos. Pues, no se trata de no ser tentados por el mal, se trata de no dejarnos seducir por ese mal que nos acecha constantemente. El apóstol Pedro en su primera epístola utiliza la analogía entre el mal y un león rugiente. Además, invita a la humillación propia o acto de reconocimiento de la grandeza de Dios para librarnos de tal mal.  “Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él los exalte a su debido tiempo. Depositen en él toda ansiedad, porque él cuida de ustedes. Practiquen el dominio propio y manténganse alerta. Su enemigo el diablo ronda como león rugiente, buscando a quién devorar”. I Pedro 5:6-8.

Literalmente, dejar de vigilar, dejar de ser atalayas de nuestra propia vida y de la familia redundará en el ataque fulminante de ese león rugiente. Por esa razón, el mayor trabajo que nos otorga el privilegio de vivir, es el de preservar la indemnidad de nuestra alma. Solo este trabajo propio nos conducirá a actuar con humildad e integridad en nuestras relaciones interpersonales, premiándonos con la tan ansiada paz.  

“Quien se conduce con integridad anda seguro; quien anda en malos pasos será descubierto”. Proverbios 10:9.

“Porque sol y escudo es Dios;
Gracia y gloria dará el Señor.
No quitará el bien a los que andan en integridad”.
Salmo 84:11.

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