El mundo está viviendo un momento cada vez más alargado de intolerancia. Se manifiesta claramente en el asalto a la libertad de expresión que se ha dado tanto en países ricos como pobres durante la última década y que la pandemia ha agudizado.
A nivel cultural, la intolerancia se aplica severamente no solo a actitudes deplorables sino también a una mayor diversidad de opiniones. Eso explica la cultura de la cancelación, presiones sociales hacia el conformismo y la autocensura. Los crecientes razonamientos para limitar la libertad de expresión —ya sea para detener la desinformación o minimizar que ciertos grupos se sientan ofendidos, por ejemplo— han resultado en mayores regulaciones estatales a la expresión.
En el fondo, la libertad de expresión se está deteriorando porque se está dejando de tratar como un derecho humano y se está tratando en vez como un privilegio o un medio hacia otros fines. La tendencia es preocupante.
Desde que irrumpió la pandemia, por ejemplo, dos tercios de los países del mundo impuso restricciones a la libertad de prensa, según la organización Varieties of Democracy. Un tercio ha impuesto medidas de emergencia sin límites de tiempo. La erosión de la libertad de expresión ha sido más fuerte en las autocracias, pero explica también el deterioro de las democracias a escala global y el reducido número desde el año pasado de países que se pueden considerar democracias liberales (las que mejor resguardan libertades fundamentales).
La ONG Human Rights Watch ha documentado que los gobiernos de 83 países han usado la pandemia como pretexto para violar la libertad de expresión y así cometer una serie de abusos contra periodistas y críticos. Entre otras medidas que critica, la ONG observa que docenas de países han usado la criminalización de la desinformación para reprimir.
Por eso es preocupante que la candidata presidencial Verónika Mendoza proponga límites a los medios a nombre de la salud pública. La desinformación es un problema, pero no es un problema que mejor se resuelve con la mano dura del Estado. La mejor manera es enfrentar la mentira con razonamiento y argumentos cuerdos en el debate público.
Si queremos poner límites a la libertad de expresión, vale la pena preguntar quién decide y bajo qué criterio califica lo que es la desinformación, sobre todo en un país en que los políticos y funcionarios públicos son propensos a buscar su propia ventaja desde el poder. ¿A dónde vamos a encontrar estos ángeles? La revista The Economist además reporta que, según una encuesta internacional, un 46% de periodistas indicaron que la fuente de desinformación que encontraron ha sido las autoridades electas.
Darle ese poder al Estado ni siquiera es una buena idea en un país avanzado. La ley contra la expresión odiosa en Alemania no ha eliminado el odio, pero sí ha servido de modelo para regímenes autoritarios a fin de justificar la represión.
No hay que abrir las puertas a la arbitrariedad y el abuso. Tratemos a la gente como adultos y a la libertad de expresión como un derecho humano con valor propio. Existen pocos límites legítimos a la libertad de expresión —como la incitación directa a la violencia— y deben pasar un umbral extremadamente alto. Seguir ese camino no resultará en un mundo perfecto, pero si será mejor que las alternativas.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 19 de marzo de 2021.
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