Al lado de la puerta de mi cocina hay una jardinera en cuyo brocal acostumbro sentarme a tomar mi primera taza de café, contemplar extasiado parte del jardín, explorar la floresta de mi espíritu y trabajar mentalmente los textos que trato de escribir cada vez con mejor empeño. 

De pronto, algo se estremece en la fronda del árbol que ha crecido en el extremo del jardín cerca de la calle y se remueven sus ramas. Pienso, pero enseguida me percato que no es el aire porque  podría ser un pájaro que allí busca guarecerse agitando y girando nerviosamente sobre sí mismo su cuerpo alado. Y lo que pudo ser un asunto trivial cesa porque no hay ningún pájaro, sólo pudo ser el ala del viento y al cesar ya nada se remueve en el árbol que sin embargo, permanece inmóvil del lado acá de la reja que protege la casa de las acechanzas de la calle, y del seto de jazmín que oculta la casa de las miradas de la calle y embriaga a todos cuando florece y esparce el dulce olor de su fragancia. (¡…avisad a los jazmines con su blancura pequeña, recuerdo que pedía Federico García Lorca mientras veía fallecer a Ignacio Sánchez Mejías, el torero). 

¿Qué es lo mas difícil?, se preguntaba Goethe. Y él mismo se respondía: «¡aquello que parece ser lo mas fácil: ver con los ojos lo que ante los ojos se encuentra!»

Por eso, el encanto de mirar el jardín de mi casa persiste porque a través de la pequeña separación de las hojas del seto y del insistente aroma del jazmín veo pasar por la acera asomos de gentes que antes de aparecer eran seres físicos, humanos, con alma abierta o resignada pero pasan convertidos en el blanco color de una camisa o en el azul del vestido de una mujer o son rápidas manchas de autos y se produce ante mis ojos un nuevo prodigio: los seres que cruzan el ventanal a través de la minúscula separación de las hojas se convierten en la elegante amazona del famoso cuadro de René Magritte: la joven y aristocrática dama que cabalga entre los árboles del bosque fragmentándose, convirtiendo parte de sus cuerpos, tanto del caballo como de ella misma, en trozos de los propios árboles a medida que avanza en su cabalgadura y termina insertada en ellos. Y desde la ventana de mi cuarto en el piso superior de mi casa veo, lejos, un solitario chaguaramo mas alto que los edificios que lo circundan agitando sus largas ramas delgadas en forma de abanico en el vano anhelo de que alguna guacamaya de escandalosos colores o un  pájaro de extraviado camino encuentren albergue en ellas.

Se trata de breves e insignificantes instantes que seguramente poco importan, pero que sostienen una secretísima e imponderable magnitud; imperceptibles enseñanzas zen, maneras casi invisibles que adopta la naturaleza cuando trata de decirnos que el misterio que la anima se asemeja al que nos hace vivir. La naturaleza nos enseña a ser humanos, afirma Santiago Beruete el filósofo jardinero español cuyo inteligente y persuasivo libro llamado «Verdolatría» me dio a conocer Tita Beaufrand.

A veces es el sol que hace brillar una determinada zona de la enramada y el verdor de sus hojas parece cambiar repentinamente de color y creen nuestros ojos que ellas se agitan como si alguna rara alegría las estuviese entreteniendo. Y siempre de Este a Oeste pasan las nubes impulsadas por el aire; no vuelan sino que planean con suave elegancia los zamuros sobre la ciudad; cruzan los pájaros en un rumbo que solamente ellos conocen, se estremecen o no las hojas de la enramada y seguimos sentados en un brocal sin ver lo que ante nuestros ojos se encuentra, tratando de averiguar quiénes somos, qué vinimos a hacer en este mundo de árboles y seres que fragmentan o descomponen sus vidas, sin saber hacia donde nos encaminamos porque solo sabemos ¡pobres de nosotros! que venimos de la noche y hacia la noche vamos.

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