La Ciudad Universitaria de Caracas, campus principal de la Universidad Central de Venezuela (UCV), fue declarada Patrimonio de la Humanidad en diciembre de 2000. Koichiro Matsuura, el entonces director general de la Unesco, resumió las razones de la decisión: “La Ciudad Universitaria es una obra maestra, un ejemplo de realización coherente de los ideales artísticos, arquitectónicos y urbanísticos de principios del siglo XX”.
Dos décadas después, este paradigma de arte, urbanismo y arquitectura va camino de convertirse en una ruina, como si aquel extraordinario reconocimiento, hubiera sido una condena en vez de un premio a la excelencia. Partiendo de la declaración de la Unesco, las implicaciones de semejante decadencia, gestándose en uno de los más importantes símbolos espirituales e intelectuales de Venezuela, conciernen a toda la humanidad. Si la civilización es capaz de disfrutar y nutrirse contemplando sus mejores creaciones, también tiene el deber de protegerlas permitiendo que continúen ofreciendo sus eternas lecciones.
Hace unos ocho meses se fracturó por falta de mantenimiento el tramo más importante y neurálgico de la red de pasillos cubiertos que conectan las diferentes facultades de la Ciudad Universitaria. Habían dejado de limpiar los drenajes del techo y la cubierta ondulada se transformó en un enorme pozo cuyo peso produjo el colapso de las columnas. Fue entonces cuando se hizo estrepitosamente evidente lo que todos sabíamos: la Ciudad Universitaria de la UCV se está muriendo y su agonía puede pasar desapercibida en un país donde tanto perece y tan poco nace.
Venezuela está devastada por razones que van de la desidia a una avasallante corrupción. La producción de la industria petrolera ha caído a niveles de los años cuarenta del siglo pasado, hundiendo de manera escandalosa nuestra hiperinflacionaria y dolarizada economía. Enfrentamos también tragedias más silenciosas, más telúricas, que pesan en la conciencia y en el alma, como la gradual degradación y destrucción de nuestro sistema educativo. La deserción en la educación media alcanzó el 50 por ciento en 2020 debido al éxodo de más de cinco millones de venezolanos y la pandemia, mientras el 95 por ciento de los planteles educativos están deteriorados. El país ha perdido casi la mitad de sus maestros desde 2015 y los déficits en la calidad educativa se profundizan cada día, de acuerdo con varias estimaciones. La economía venezolana puede reactivarse, pero sin el respaldo de la educación carece de continuidad, orientación y futuro.
Nací justo en la mitad del siglo XX y poco supe de una Caracas que solo décadas antes seguía ceñida al damero colonial. Los insólitos y vertiginosos cambios de la modernidad, que acompañarían a la bonanza del petróleo hasta principios de los años ochenta, los viví como un hecho natural bajo la apacible mirada de la infancia.
Cuando en 1968 entré a estudiar arquitectura en la UCV, pensé que la Ciudad Universitaria existía desde siempre y sería eterna. La disfruté con el regocijo de un romance y el creciente orgullo de que no existía nada mejor en el mundo. No podía entonces entender que se trataba de un hecho excepcional. Medio siglo después de graduarme de arquitecto, resulta cada vez más evidente que aquella ofrenda de modernidad es un prodigio tan insólito como frágil.
En la última década ha tomado cuerpo lo inconcebible: una Ciudad Universitaria que comienza a convertirse en una suerte de ruina arqueológica. Lo que antes era lento comienza a precipitarse. El tiempo en Venezuela ha comenzado a transcurrir a la inversa. La historia fluye hacia atrás, como una corriente que nos debilita, desconcierta y desintegra. Nuestro futuro parece existir solo en las obras de un pasado que se desvanece.
Federico Vegas es novelista y ensayista venezolano. Es egresado de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela.
Este artículo se publicó originalmente en The New York Times en español el 6 de junio de 2021