“Es hora de dar con un mazo a las mentiras de los principales medios de comunicación”. Con tajantes palabras y arma en mano, la revelación política de 2020, excandidata republicana a la gobernación de Arizona y defensora del ideario trumpista, Kari Lake, arrancaba uno de sus polémicos spots de campaña. Acto seguido, destruía televisores con su mazo justiciero, asestando golpes en pantallas donde surgían rostros como los del doctor Fauci. Esto, mientras con fotogénica sonrisa e impecable decir de expresentadora de noticias, explicaba que los medios “explotan la desinformación, manipulan las masas, infunden temor”, con propaganda “salida de un manual comunista”.
La refinada negacionista electoral buscaba así abatir a su discreta rival, la demócrata Katie Hobbs, quien horas antes de los comicios advertía sobre la avalancha de dudas infundadas que Lake seguía sembrando respecto al sistema. (Lo que hasta ahora le había funcionado al trumpismo, el manoseo de la exasperación colectiva, el “shock and awe”, esta vez podría haber alcanzado un tope). El episodio, a su vez, pone en vitrina la gran paradoja de estos tiempos: la democracia también ha servido para amplificar la voz de quienes confunden y adulteran sus términos. El mensaje perturbador, de paso, es entregado en paquete no menos impactante, no menos persuasivo.
Las campañas electorales en el mundo dan fe del gusto por la espectacularización, en desmedro de lo programático. Hablamos de esa personalización de la política que las redes exacerban, con efectos limitantes en la comprensión de los asuntos públicos, descontextualización de problemas, ocultamiento de fenómenos estructurales en juego, olvido histórico, negación de las relaciones de poder que existen en la sociedad y el desvanecimiento de las tendencias sociológicas (Anne-Marie Gringas, 1998). Amén de la guerra sucia -que antes pasaba como operación disruptiva y riesgosa, pero cuyo uso hoy se normaliza- la polarización extrema también se hace tendencia. Insultos, Fake news, difamaciones, acusaciones sin sustento, distorsión de la realidad. El “todo vale” parece ser la consigna. Incluso, hasta para burlarse de compañeros de partido, tal como hizo Trump al bautizar al gobernador de Florida y potencial rival como “Ron De-Sanctimonious”. (En el mismo acto y a punto de iniciar la jornada electoral, Trump volvía a tildar a los demócratas de “comunistas” y de “corruptos” a medios de comunicación como The New York Times y The Washington Post.)
De esta estridencia utilitaria no se libra Latinoamérica. En la carrera por la presidencia colombiana, por ejemplo, no faltaron las teorías de conspiración y fraude electoral, la burda manipulación del miedo-esperanza, los tremendismos retóricos del neopopulismo. Organizaciones como el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística detectaron pagos millonarios en redes como Facebook para “difundir una campaña negra con elementos de desinformación contra los candidatos Gustavo Petro y Sergio Fajardo, políticos visibles como los expresidentes Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, y el jefe de Cambio Radical, Germán Vargas Lleras”.
La reciente elección en Brasil también ilustra eso que Joe Napolitan aconsejaba evitar, mientras fuese posible: la campaña negativa. No “bajar a la misma cloaca” del oponente es invitación que hoy parece remilgo del pasado, que se licúa a expensas del ultimátum moralista que planteó el bolsonarismo, la “lucha de bien contra el mal”, la cruzada cuasi-religiosa contra la “escoria comunista”. Irónicamente, el candidato oficialista se presentó a sí mismo como si no fuese parte del establishment, prometiendo un «nuevo Brasil”. Frente a la crispación, las promesas de reformismo prudente y sin radicalización del lulismo corrían el riesgo de lucir descoloridas. Según el politólogo Guilherme Casarões, no tener compromisos con la defensa de la democracia reportaba “ventajas a Bolsonaro, pues las polémicas y los ataques siempre tienen mejor llegada en las redes sociales”. En un escenario donde la clave es reaccionar y sobrevivir al ataque, “es imposible hablar sobre ideas políticas”.
Justamente: a santo de la descomedida lucha por el poder, ¿qué ocurre con la democracia? Como enredada entre las patas de caballos desbocados, a veces más parecida a un gastado decorado que a un marco deontológico común, el cuerpo de códigos, normas y principios que deberían marcar los pulsos de la contienda, la democracia sufre y resiste. En tiempos de Trump, recuerda Pablo Ximénez de Sandoval, “cayeron tradiciones democráticas, normas de decoro institucional no escritas, límites intocables sobre el uso del poder presidencial. Pero los ciudadanos corrigieron esa deriva en cuanto tuvieron la oportunidad”. Los resultados del midterm, a contravía de la inercia histórica, ratifican esa apreciación. También en países de la región el andamiaje institucional gestiona con relativo éxito los embates de figuras anti-sistema. No obstante, hay que lidiar con la certeza de que la fascinación casi atávica que generan seguirá contando con trampolines mediáticos poderosos.
He allí el dilema. Cómo responder al desbordamiento anti-democrático sin traicionar la convicción de base. Cómo apelar a la emoción del votante echando mano incluso a las reservas del miedo o el enojo, sin resbalar ni caer en el precipicio de la falacia, la banalidad o la demagogia. Sabiendo que la toma de decisiones en la democracia liberal se basa en el debate racional de asuntos de interés general, no puede prescindirse entonces del antídoto de la información clara y precisa. No toda comunicación política se agota en la campaña, no toda falencia la resuelve el marketing. Con todo y nuestra anomalía, en eso deberíamos pensar los venezolanos de cara al próximo ciclo electoral, conscientes de que la añagaza del autoritarismo global ha dejado más de un tajo entre demócratas ofuscados.
@Mibelis
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