Una vez Jesús se sentó para hablarle a una multitud que se agolpaba alrededor de él. Les hablaba en parábolas; es decir, contándoles historias que conllevan una enseñanza moral. Ese día, en particular, comenzó a contarles una muy especial:
Una vez un sembrador salió a sembrar semillas de amor. El sembrador siempre se imagina los campos verdes, vibrantes, plenos de la vida que da la semilla. Su visión de lo que será la vida de todo aquel que recibe la semilla es su máximo placer. El siempre se deleita en aquellos que reciben la semilla.
El sembrador es muy paciente, él sabe que toda semilla debe morir primero antes de dar fruto. Por esa razón, él siempre espera pacientemente los primeros brotes. El sembrador anhela poder contemplar la transformación de la semilla, la cual puede llegar a convertirse en un árbol tan grande capaz de albergar a las aves del cielo en sus ramas. Así como la semilla de mostaza que es la más pequeña de todas; sin embargo, una vez que crece se convierte en un árbol frondoso que da cobijo a muchos.
El Sembrador siempre siembra con amor, El no deja sin oportunidad ningún terreno, El piensa que en todos puede germinar y crecer la semilla. Entonces, sin mezquindad El va esparciendo la semilla donde quiera que va. Su mano no cesa de abrirse plena de semillas. Cada paso que da son miles de miles las semillas que riega por doquier. La semilla viene directa de su Padre, es tan antigua como el universo. Por medio de la semilla fueron creadas todas las cosas. La semilla es el mismo verbo, el del principio: “Y en el principio era el verbo, y el verbo era Dios y el verbo estaba con Dios”. ¡La semilla es la Palabra de Dios!
La Palabra de Dios que viene una y otra vez a tu vida. De la que has escuchado tantas veces y quizá tus oídos se han cerrado para escuchar lo que te quiere decir. La Palabra está escrita, es dicha, es hablada, una y otra vez. Pero hay oídos sordos que se cierran para no escuchar, que se endurecen en su interior. Que hollan, pisotean con desprecio la palabra que escuchan. Entonces, la semilla cae y siendo hollada, pisada, una y otra vez, las aves del cielo, como enemigos, vienen y se comen la semilla.
La semilla es como una perla preciosa, cuando tienes una perla la guardas y la cuidas. No la pisas con tus pies. La atesoras en el cofre de tu corazón. El sembrador continúa su labor, la vida del campo requiere fuerza y persistencia, y para esto está entrenado el sembrador. No desmaya bajo el sol, y si vienen las lluvias o tormentas no lo amedrentan. Él comprende que nada es más importante que sembrar la semilla; pues solo de esta manera, la semilla podrá germinar en muchos corazones y dar fruto en abundancia. De tal manera que el mundo pueda ser visto como las viñas cuando las vides florecen y se cargan de uvas.
Otra parte de la siembra cayó junto a los pedregales, donde la tierra no era muy profunda y la semilla germinó con gran rapidez; pero luego, el sol abrasador la quemó porque su raíz, sin tierra, se secó. Es el problema de la superficialidad, el problema de ver sólo lo que está frente a los ojos y no profundizar hasta el corazón. Es mejor esperar el proceso cuando la semilla profundiza y luego, al llegar a las profundidades resurge a la luz del sol. Entonces, esta semilla en la superficialidad del terreno, cuando vienen las tormentas o el sol del verano calienta sin compasión, así como en la vida, con todas sus pruebas y aflicción, estas semillas perecen sin raíz de la cual asirse.
Otra parte cayó entre espinos, pero los espinos no han sido nunca buenos amigos. El afán por el dinero que convierte nuestras vidas en una carrera de angustia en la que ningún logro es nunca suficiente. La idolatría al dinero le quita su papel de medio para un buen fin, y termina convirtiéndolo en el fin mismo. Aquí la Palabra no tiene cabida. Para el que ama el dinero la palabra no es necesaria. Pues, piensa que el dinero será su salvación para siempre. Pero, un día se dará cuenta que su salvador, el dinero, se ha convertido en su verdugo y le ha impedido vivir la verdadera vida en abundancia que la Palabra promete.
A pesar de todas estas vicisitudes por las que atraviesa el Sembrador y todos los desprecios a la semilla. Un día la semilla cae en buena tierra, un corazón arrepentido, y da fruto en abundancia. Muchos se preguntan el secreto del sembrador al ver el fruto de la semilla que ha caído en la buena tierra. Pero el verdadero secreto no está en el sembrador o en la semilla porque ellos nunca cambian. El secreto para dar fruto es el terreno; un terreno abonado con las lágrimas del arrepentimiento y la verdad.
Un corazón quebrantado, consciente de sus acciones no desprecia nunca el Sembrador. Porque, ¿sabes? Para que la semilla pueda penetrar profundamente en la tierra del corazón, hay que remover las piedras y quitar los espinos. Y eso, es lo que hace el arrepentimiento, quitar las piedras que ahogan la Palabra. Por esa razón, hay que aflojar la tierra con el agua de las lágrimas de un corazón arrepentido, para que la semilla pueda entrar a tomar su lugar; allí donde puede echar raíces y nada ni nadie la puede destruir.
En ese terreno abonado, sin piedras ni espinos, húmedo por las lágrimas del cambio de intención del corazón, en ese terreno la semilla cae profundamente, toma su lugar, echa raíces profundas y luego resurge a la luz para dar frutos de amor. El Sembrador es el Señor y los que siguen al Señor se convierten en sembradores que por el camino de la vida van sembrando la semilla de amor.
La semilla es la Palabra de Dios, el mensaje insustituible de Salvación. La Palabra de Dios que es suficiente para limpiar, sanar, transformar, restaurar, edificar y glorificar. El terreno donde cae la semilla es tu corazón, es mi corazón, son los millones de corazones que cada día escuchan la Palabra.
Después de la parábola, la reflexión es:¿Cuál es tu corazón? ¿El terreno junto al camino, los pedregales, los espinos o la tierra fértil?
“Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón;
Porque de él mana la vida”.
Proverbios 4:23
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