El autoritarismo es tan antiguo como la existencia de los seres humanos. Seguramente autoritario debió ser el comportamiento del cromañón más fuerte para agrupar, conducir y organizar la manada. El transcurrir del tiempo le impuso cambios que no erradicaron el sedimento autoritario. Así se relaciona con las demás personas; así en el hogar, así en el trabajo, obligado por el ineludible contacto; es decir, con todos cuantos estén bajo su mando; porque no dirige. No puede hacerlo, porque en su ADN el gen dominante es el del mandón.

El rebrote de ese virulento individuo, con capacidad innata para la simulación, le abre posibilidades reales de acceder a elevadas posiciones en los gobiernos y poner en riesgo el Sistema Democrático a escala planetaria. Puede llegar a ser Jefe del Estado y con toda seguridad, desde tan alto sitial, va a imponer la violencia que le es connatural, como norma en la relación Estado-ciudadano. No es dable esperar diferente comportamiento. La violencia le es consustancial y la ha morigerado en el camino a fin de lograr sus objetivos. No ha podido domeñarla. Es de su naturaleza.

Y sin referirnos a los que la parca condujo hasta la oscuridad de los infiernos, quedan en pie algunos abominables ejemplares como Vladimir Putin, heredero de tenebrosos líderes de la URSS a quienes sirvió jefeando en la KGB, terrorífica policía política del régimen comunista; o Alexander Lukashenko, compinche de Putin, que ejerce la tiranía en Bielorusia, martirizándola con los métodos de uso permanente en la URSS, extremados por José Stalin.

En la actualidad está ocupando lugar prominente en el escenario de los aborrecibles Racep Tayyip Erdogan, dictador ¿constitucional? de Türkiye que ha ganado todas las elecciones por él debidamente amañadas, como corresponde a un tirano que se respete.

Manuel Caballero, historiador de alto vuelo e infatigable luchador democrático, solía decir “la política la inventó el diablo”. Aún lo asiste la razón, porque tienen que ser diabólicas las circunstancias que se apoderan de la voluntad de los pueblos que a la hora de escoger sus gobernantes eligen y reeligen al tirano que los aplasta.

Tenemos a la vista las recientes votaciones en Türkiye. Erdogan, un represor y corrupto, como le corresponde ser a todo tirano, en las recientes elecciones fue reelegido. ¿Ganó?, con estrecha ventaja, el cargo de Presidente de la República, lo que le permite competir en la segunda vuelta. Y surge la gran interrogante: ¿quién podría garantizar que el tirano reconocerá su derrota?

Sería esperanzador que, quienes en la primera vuelta obtuvieron menor votación, conformaran un frente de oposición, que hagan suya la candidatura de Kamel Kilicdaroglu que emitan sus votos por quien cosechó en la primera vuelta algo más del 45% de los sufragios y que, una vez conocidos los resultados, se echaran a las calles con toda la gente, sin retorno, en caudaloso río humano, reclamando el debido respeto a la voluntad ciudadana depositada en las urnas comiciales.

Sería la fórmula “mágica” para derrotarlo, sin la intervención de los militares. Porque, como es más que sabido, los tiranos se amanceban con el poder, pero no se atreven a defenderlo cuando la población enardecida decide echarlos. Entonces corren, “porque pescuezo no retoña”.

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