Ejemplos de negociaciones que en diversos países contribuyeron a garantizar la paz y la democratización, no faltan. Polonia (1989), El Salvador (1991), Guatemala (1996), Irlanda del Norte (1998), Angola (2002), Nepal (2006), Indonesia (2006) o Colombia (2016) surgen en ese inventario de “milagrosas” historias. Todas signadas por la transformación de una realidad en apariencia intratable, y la certeza de que la política habilita caminos de superación consciente de predisposiciones e índoles “invariables” de actores en conflicto.
La de la Sudáfrica del Apartheid, por ejemplo, destaca no sólo por su dramático éxito, el desafío que planteó ante un brutal sistema de valores, ante una Weltanschauung cabalmente entronizada. También por el tiempo que implicó someterse a la azarosa dinámica del diálogo. Hay que considerar, además, que las reformas puntuales que a lo largo de ese periodo impulsaron figuras como Vorster o Botha, no atendían a la intención de voltear radicalmente el sistema político ni de comprometer la dominación Afrikáner. Pero aun así abonaron a esa clase de transformación que hizo amable la idea de la cooperación.
¿Cuánto costó un proceso que puso finiquito a 44 años de Apartheid? Mucho, podrían decir los mismos sudafricanos sometidos al horror de la segregación o a la amenaza de guerra civil que cobró cuerpo en otros países africanos. Los primeros intentos de acercamiento datan de 1911, y se acentuaron sin resultado relevante a partir de la creación del CNA, en 1912, durante casi 50 años. Pero fue sólo hasta 1991 cuando se produjo la firma del Acuerdo Nacional de Paz, precediendo la instalación de la convención negociadora, CODESA, y el Foro de Negociación Multipartidista. Luego de tres años surcados por interrupciones, olas de violencia, avances parciales, cese de sanciones y forcejeo entre el régimen de De Klerk y la oposición plural encabezada por Mandela, en abril de 1994 se celebra la primera elección no racial que selló el inicio de la democratización. Nacía la “Nueva Sudáfrica”.
El caso en cuestión, aun distinto y distante del venezolano, sirve para avistar algunas premisas. Que de un proceso que demanda transformaciones sustanciales de pensamiento, por ejemplo, no cabe esperar corolarios predecibles o inmediatos Puede haber un plan, una meta, un talego lleno de aspiraciones e intereses comunes, no siempre identificables. Pero de allí a suponer que el premio no entrañará sudores, zigzagueos, desazón y adaptación constante, hay gran trecho.
Por razones obvias, recelos y esperanzas se juntan gracias al anuncio de un nuevo proceso de negociación entre representantes del gobierno venezolano y de la oposición vinculada al G4. En marco diferente al de rondas previas, quizás tocado por una visión desencantada de la verdad, un pragmatismo que alinea visiones de aliados internacionales en una suerte de Tercer Lado y lleva a enfocarse en los hechos, no en ficciones; con una oposición desvalijada y un gobierno que valiéndose de las torpezas de sus adversarios logró sortear la presión externa y copar espacios internos de poder, nada hace creer que el petitorio de cambio inmediato tendrá vida esta vez. El corto plazo sigue descartando la salida de Maduro, por un lado; así como el levantamiento total de sanciones o el reconocimiento internacional al que aspira el gobierno, por otro.
Tales señales recuerdan que domar expectativas en torno a este encuentro -o los que vengan- es vital. Tanto los referentes foráneos como las secuelas de la propia experiencia confirman que el apremio no puede marcar el pulso de una agenda que prospera en la pausa. Lo que signaría este nuevo tránsito es el compromiso de los interlocutores con una visión plural y de largo aliento apuntando a la transformación profunda, sí, pero urdida paso a paso. También con la serie de acciones internas que fortalecerían las posturas democratizadoras que concurran al diálogo.
En ese sentido, la certeza de que “hay que votar” cobra un auge que, paradójicamente, se revalúa a santo del estancamiento y las heridas con las que trajina la desmembrada oposición. Cuadro que, por cierto, impide capitalizar esos tajos que hoy parecen perforar al bloque oficialista, a su minoría potente y organizada. En medio de la apretada contingencia toca proyectar el futuro de la estrategia, conscientes de que una recuperación plena, un “sorpasso” como el de 2015 luce improbable en 2021. Restaurar la confianza de electores seducidos por los espejismos de la abstención, así como la autoconfianza de la dirigencia desleída en los pantanos del “solos no podemos”, no será poca cosa.
Negociación, elección. Todo ello exige, en fin, lo que no ha abundado: foco, persistencia, convicción, plasticidad estratégica, realismo descarnado, inclusión. Eventualmente acompasadas pero operando en carriles propios y distintivos, cada faena obligaría a no descuidar el destino; sabiendo además que el brinco desmañado nada promete, que conviene arribar enteros al próximo escalón.
@Mibelis
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