El mundo entero se encuentra en una búsqueda incansable por la felicidad. A través de todos los tiempos la historia de la humanidad se ha caracterizado por una gran diversidad de luchas y conquistas, cuyo objetivo ha llevado implícito el anhelo de una vida feliz. Sin importar raza, credo o condición social todos estamos marcados por ese deseo anhelante de autorrealización, estabilidad y paz. Sin embargo, mientras más conocimiento adquirimos pareciera que somos menos sabios en los asuntos cotidianos de la vida. Y por otra parte, los acontecimientos inesperados de la vida nos hacen cada vez más conscientes de que no hay dinero que pueda pagar las cosas realmente importantes de la vida.
Por esta razón, al hablar de felicidad no nos referimos a todos esos iconos que se han levantado en la sociedad de nuestro siglo como los proveedores de una vida feliz. Hablamos más de ser «bendecidos» que de ser “felices”. Pues, no nos apoyamos en el concepto efímero del mundo, basado en las riquezas, el conocimiento, la fama y la belleza. Hablamos de ese tipo de felicidad que trasciende lo material; de la paz interior que puede librarnos de la ansiedad capaz de encarcelar nuestras almas. No esa felicidad concebida por el ser humano como un algo absoluto cuya búsqueda solo ha sido capaz de crear una gran frustración en nuestras almas insatisfechas. Hablamos de la felicidad que se produce en el ejercicio diario de una vida de amistad con el Creador.
Enclavada en el Sermón de la Montaña, pronunciado por Jesús de Nazaret hace más de dos mil años, se encuentra la llave para esta vida feliz: ¡Las Bienaventuranzas! El fundamento cristiano de la felicidad. Una guía paso a paso para lograr la paz. La primera de ellas llama dichosos, felices o bienaventurados a los pobres en espíritu, una idea controversial en nuestra concepción de la felicidad. Pero, ¿de qué tipo de pobreza nos habla Jesús? Ciertamente, no se refiere a la pobreza caracterizada por la escasez de bienes materiales, se refiere a aquellos que se encuentran en necesidad espiritual, aquellos que reconocen su escasez para con las cosas del espíritu. Pues, el pobre en espíritu es el opuesto al soberbio. Es el humilde de corazón, que viene delante de Dios reconociendo, por una parte, su insuficiencia y, por otra, la suficiencia de Dios.
Así, aquel que es capaz de reconocer su pequeñez ante la grandeza de Dios posee un alma sensible para llorar por el dolor del hermano. Bienaventurados los que lloran; los que piden perdón a aquellos a quienes les han causado dolor; pues, todos irremediablemente, en algún momento nos convertimos en los responsables del dolor de otro. En definitiva, las lágrimas son el símbolo del arrepentimiento. Luego, Jesús exclama: Bienaventurados los mansos, los que aun sintiendo ira en sus corazones no le dan lugar a la guerra. Aquellos que deciden transitar el camino de la restauración y no el de la destrucción. Contrariamente al concepto del mundo, el manso no es un menso, pues se requiere de suficiente inteligencia y de autoestima para pasar por alto la ofensa, para no darle rienda suelta a los más viles sentimientos implícitos en la venganza.
Por esa razón, son Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque a pesar de su humanidad pueden encomendar su causa al único juez que justa justamente. Aquellos que han entendido que por encima de todas las estrategias del ser humano, Dios es soberano y sus ojos ven a todos los hombres. A continuación, Jesús nos impele a dar un paso más profundo en el camino de la felicidad cuando dice: Bienaventurados los misericordiosos, nos insta a la práctica del amor de Dios, no el amor del sentimiento, sino el de la decisión, el de la práctica del bien por encima del mal. El amor que no lanza la piedra porque se sabe tan vulnerable como el prójimo.
Aquel que en sustitución de la venganza es capaz de usar la misma misericordia de la que ha sido objeto por parte de Dios mantiene limpio su corazón de toda amargura, resentimientos y odios; por eso, Jesús llama Bienaventurados a los de limpio corazón. Y solo aquellos que no se dejan contaminar por las bajezas del alma alejada del bien son capaces de convertirse en hacedores de paz. ¡Bienaventurados los pacificadores! Los que caminan la segunda milla, los que enarbolan la bandera blanca. Los que hacen todas estas cosas son instrumentos de la justicia de Dios, y por esta causa muchos pueden ser perseguidos. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia. Los que luchan por devolverle a los perseguidos su libertad. Los que no condenan por filosofías o creencias, sino basan el juicio en las evidencias que muestran la verdad.
“Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose, vinieron a él sus discípulos.
2 Y abriendo su boca les enseñaba, diciendo:
3 Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
4 Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.
5 Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.
6 Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
7 Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
8 Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.
9 Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
10 Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos”. Mateo5:1-10.
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