La idea de que “lo personal es político” es un regalo envenenado del feminismo radical norteamericano, cuyo modelo es el que se ha extendido a tantas otras democracias liberales. Tomando aquel regalo a mi manera, voy a contar algo personal: nunca he sido feminista. No lo fui cuando estaba en la militancia izquierdista. Si se trataba de liberar a toda la humanidad, sobraba la diferenciación. Tampoco veía qué problemas podían tener en común las mujeres de clase alta y las de clase obrera. Cuando dejé aquella familia política, no cambió mucho mi percepción de este asunto. Sigo sin ver qué problemas pueden tener en común, digamos, Meghan Markle y su asistenta.

Mi alejamiento es, si cabe, mayor desde que proclamarse feminista es obligatorio. Si hay una etiqueta ideológica o política que se vuelve condición necesaria para tener aprobación moral, ganar aplauso o trepar, que también pasa, yo no me la pongo. Esa es mi política (personal). A estas alturas no voy a cambiarla. Tampoco voy a hacer juegos malabares para diferenciar entre feminismos buenos y malos. Lo identitario, con su victimismo de fondo, conduce de forma casi inevitable a la intimidación. Sucede con las demás políticas de identidad y todas las ortodoxias derivadas de la heterodoxia sesentayochista. No aceptan la distinción entre lo público y lo privado –“lo personal es político”–. El resultado es un totalitarismo blando.

La posible ventaja de la adopción masiva de la etiqueta feminista es que, cuando todo es feminista, nada lo es. Pero la clave no es que lo sea realmente. El quid es que sea indispensable parecerlo. Por eso el feminismo no es un movimiento, sino una industria. Una industria política, clientelar y comercial. La industria política y clientelar se basa en la mitología de la lucha, en la idea de que sólo la lucha consiguió los derechos y puede conseguir “todo lo que queda por hacer”. Es mitología. Valga el tan citado ejemplo del derecho de voto. En países pioneros, ese derecho no lo lograron décadas de lucha de las sufragistas o las más radicales suffragettes. Se aprobó tras la masiva incorporación de las mujeres al trabajo y al servicio en la Primera Guerra Mundial. Pero ese ciclo habitual de los cambios sociales no les conviene a las organizaciones de lucha.

No pocas voces lamentan hoy que el podemismo haya cambiado el carácter del 8-M, convirtiendo una jornada unitaria, aceptada por toda la sociedad, en una de división y confrontación. Habrá que recordar que durante los mandatos de Zapatero ya entró en el mainstream político el feminismo (radical: no hay otro, por más que se sueñe). Pero lo importante es que la división y la confrontación no son consecuencias indeseadas. Son absolutamente necesarias. La confrontación genera coerción y sin coerción, esa industria no funciona.

La coerción se ejerce, de entrada, sobre las mujeres: no se puede no ser feminista. No hay margen de libertad ni libertad al margen. Porque no es la autonomía ni el ejercicio de la libertad lo que propugna. Lo que ofrece es protección y lo que pretende es tutelaje. Y si alguien cree que está para resolver los problemas de las mujeres –“todo lo que queda por hacer”–, bueno, allá cada cual con su ingenuidad. No hay más que ver cuántos problemas de solución relativamente fácil siguen en mínimos, desde que la industria política del feminismo está en máximos.


Este artículo se publicó originalmente en Libertad Digital el 8 de marzo de 2021

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