La vida es un ejercicio constante del creer, mientras somos niños creemos sin reservas; si hay alguien de quien recibimos cariños y cuidados nuestra confianza fluye como el agua. ¡Estamos confiados en los brazos del amor! A medida que vamos creciendo las experiencias negativas de la vida van haciendo que desarrollemos el discernimiento para escoger a las personas a las que le abrimos nuestro corazón. Sin embargo, hay infinidad de situaciones en las cuales es imposible estar absolutamente seguros del resultado final; entonces, debemos creer, creer en nosotros mismos, creer en las personas involucradas, creer en los sistemas, creer en la tecnología, creer en las instituciones, creer y creer.
Muchos, muchas veces somos ajenos a este constante ejercicio de fe en la vida de cualquier ser humano. La fe nos aporta ese pensamiento de seguridad, esa certeza en nuestro ser interior que nos permite confiar y, por ende, actuar. Cuando no tenemos fe, cuando no creemos nos paralizamos. La duda podría ser un mecanismo de sobrevivencia innato, al permitirnos analizar, abstenernos de actuar de una u otra forma nos protege, nos resguarda; no obstante, muchas veces nos anula, nos hace vivir días sombríos cuando el sol resplandece en el horizonte. Mientras el creer genera vida, relaciones de bien, verdad y armonía. Vivir sin confiar es estar encadenados al miedo, y el miedo solo es el camino opuesto a la confianza,.
Al considerar el ejercicio del creer debemos tomar en cuenta nuestros sentidos físicos, pues creer en la vida cotidiana depende mucho de la visión de Santo Tomás, si vemos, entonces creemos. Pero no siempre somos tan afortunados como para corroborar con nuestros sentidos la veracidad de algo o de alguien, entonces debemos decidir darle cabida a la confianza. Muchas veces nuestro acto de fe se ve recompensado gratamente, otras veces la decepción, la frustración y hasta la traición golpean nuestro corazón. A medida que la respuesta es positiva en una determinada circunstancia, o en la relación con una determinada persona, nuestra fe va en aumento, nos entregamos con confianza, y la confianza nos proporciona satisfacción y seguridad.
Ahora bien, somos seres creados a imagen y semejanza de Dios. En nuestra creación existen elementos más allá de lo físico y emocional. Somos también seres espirituales, y nuestra vida espiritual nace en el creer en Dios. Una de las artimañas más usada por el enemigo de nuestras almas es hacernos creer que Dios no existe, que es una falacia. Al lograr esto en nosotros apaga la luz que puede iluminar nuestras vidas; nos aleja totalmente de la vida en abundancia que Jesucristo nos prometió; nos hace perder toda esperanza y, sobretodo, la trascendencia de nuestras vidas en la esperanza de la vida eterna.
Es pues la vida del cristiano un constante ejercicio de nuestra fe. La contraparte del creer, la duda, querrá ensombrecer nuestro camino en muchas oportunidades; por esa razón, la Biblia nos recuerda a través de Santiago que aquel que duda es semejante a la ola del mar que es llevada por el viento de un lado a otro. Cuando no creemos nos volvemos personas inconstantes que dependen de sus emociones junto con las circunstancias.
Creer en Dios significa en primer lugar, reconocer su poderío y majestad. Creer en Dios es saber que por encima de todo está El, que El no depende de nuestra fe, que El existe aunque nuestra fe no alcance para creerle en ciertos momentos. Creer en Dios, es creer en su Hijo Jesucristo, es creer en su sacrificio supremo. Es entregar nuestras vidas al pie de la cruz, es confesar con nuestras bocas que Él es el Señor, creer con el corazón que Dios le levantó de los muertos, y que hoy vive en ti y en mi.
“Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado.”
Romanos 10:8-11 RVR1960.
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