En un mundo que se ha empeñado en caminar alejado de la luz de Dios la gran mayoría de las noticias que escuchamos a diario son realmente un veneno para el alma. Constantemente somos bombardeados con toda clase de información que oscurece la perspectiva de un futuro de bien. Sin darnos cuenta, todos vamos reaccionando ante tal tsunami, y de una u otra forma terminamos perdiendo la esperanza.

La esperanza puede definirse de múltiples maneras; sin embargo, al pensar en esta palabra sentimos que está entretejida con nuestros sueños, con los anhelos más profundos de nuestro corazón. La esperanza representa en nuestro ser interior esa posibilidad de convertir en realidad lo que deseamos.  En su etimología interviene el latín sperare, pero su razón de ser va mucho más allá del acto físico de esperar, trascendiendo el movimiento de las agujas del reloj que nos marcan el tiempo. Cuando se tiene esperanza, se posee la virtud que nos capacita para tener confianza en medio de las adversidades, para vencer los obstáculos, para esperar siempre un final bendito.

Desde el punto de vista filosófico estricto parece que la salida humana más auténtica fuese la socrática, es decir, la esperanza concebida como una simple espera, ligada naturalmente al concepto de futuro, o sea de lo que puede llegar a ser en el tiempo por venir y que no es en el tiempo presente. En hebreo “esperanza” (tikvá) se asocia con Dios, por lo que el término expresa confianza, no en un resultado futuro, sino en una fuerza divina presente. Pero a diferencia de un deseo o anhelo, la esperanza en hebreo implica la expectativa de obtener lo que se desea, ya que la palabra hace referencia a un “cordón” o una “cuerda”, y viene de la raíz hebrea kavah, que significa unir, recolectar, es decir, esperar algo que está unido a nosotros con una especie de cuerda.

Es una reacción normal del ser humano sentirse desanimado y triste cuando las circunstancias son cada vez más complicadas y difíciles. Quizá ya hemos esperado mucho sin ver cambios a nuestro favor. Quizá los límites de nuestro asombro han sido sobrepasados. No podemos ver una luz en el horizonte; lo que quisiéramos es tener alas como águilas para remontarnos en los cielos, lejos muy lejos. Sin embargo, estamos llamados a poner nuestra mirada en Dios, y por medio de su inspiración ser conquistados a la esperanza.

Pero, no con esa esperanza que se asemeja a una pintura abstracta cuyo mensaje se nos hace imposible de descifrar. Hablamos de esperanza en Dios. Hablamos de esa certeza en nuestro interior que nos asegura que El siempre nos bendecirá. La esperanza en Dios entreteje nuestros sueños, nuestros anhelos más profundos al Creador de nuestras vidas. Esperar en Dios es estar cautivos de nuestra fe, enlazados con El de una manera indivisible.

En el mundo somos prisioneros del miedo, de la mentira, de las preocupaciones, de la duda y de tantas otras cosas que nos esclavizan a una vida sombría. Cuando esperamos en Dios, el verbo esperar se convierte en una acción que nos provee cada día la virtud de confiar en medio de las adversidades. La esperanza en el Señor, nos transforma en mejores seres humanos, conformándonos cada día a las virtudes cristianas.

A través de esta esperanza podemos romper las cadenas que nos atan a un mundo alejado de Dios. La esperanza del hombre cuya vida se fundamenta en los principios cristianos le permite saber que la imposibilidad del hombre es la oportunidad de Dios para hacer Sus milagros. Sabiendo que el primero y más importante de todos los milagros es el que se lleva a cabo en nuestro corazón, el que nos permite ver la luz en medio de la oscuridad, estar en paz en medio de la guerra; saber que el juicio y el perdón vienen del Altísimo, de cuya mano nadie podrá escapar.

Una de las porciones de las Sagradas Escrituras que más me ha impactado a lo largo de mi vida es la de Isaías 9:6 donde se expresan los diferentes calificativos del Mesías. Todos describen la grandeza y magnificencia de Dios: Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. En particular, me llena profundamente pensar en Jesús como el Príncipe de Paz; creo que nos muestra ese lado profundamente humano del Cristo que caminó las calles de Galilea, que estuvo en contacto con el hombre en sus más profundas angustias, como la del padre impotente ante un hijo atormentado; la de la mujer sin fuerzas por el flujo de sangre; la de la oscuridad de los ojos de Bartimeo; como la de aquella mujer a quien no le importaba recibir aunque fueran las migajas que caen de la mesa; como la de la mujer adúltera a punto de ser apedreada; como la del hombre cuya hija yacía postrada por la fiebre. La esperanza es paz en medio de la angustia, es consuelo en la aflicción.

Todos de una u otra manera hemos vivido momentos de angustia. En algunas ocasiones hemos sentido un temor que nos oprime el pecho, sin entender su causa; en otros momentos hemos sido sorprendidos por eventos o situaciones que nos han hecho sentir como atrapados en un hoyo sin salida. La ansiedad ha inundado nuestros pensamientos, la turbación y la congoja nos han oprimido de tal manera el corazón que no sabemos si el dolor es una emoción, o si nos está dando un infarto. Tantas mentiras levantadas a lo largo de la historia de la humanidad: estamos solos, somos producto del azar, nos movemos en un mundo que no tiene salvación, la vida no vale la pena, no hay eternidad, Dios nos ha abandonado. Todas golpean nuestra mente como gritos de terror; pero por sobre todo ese ruido está su Palabra que nos dice: Yo soy el Príncipe de Paz. 

Entonces, elevamos nuestros ojos y se encuentran con su tierna mirada; allí está El, victorioso, apacible, seguro, como el Príncipe de Paz. Nos toca con su amor, cambiando nuestra tristeza por óleo de gozo, nuestro espíritu angustiado por manto de alegría. No es una algarabía, no es una fiesta de colores, es un sentimiento sosegado que nos llena plenamente. Ahora, tenemos la certeza de que no hay hueco más oscuro que su luz no pueda iluminar, no hay dolor más intenso que su amor no pueda sanar, no hay angustia más profunda que su paz no pueda calmar.

Ser conquistados por la esperanza en Dios no nos convierte en seres inactivos ante cuyos ojos el mundo, nuestra nación y nuestro propio hogar pueden hacerse pedazos. ¡No! El que espera en Dios, confía primeramente en Su bondad, inmerecida por todos los hombres, pero a la disposición de todos a través de la cruz de Cristo. Al mismo tiempo, se convierte en constructor de esperanza, en productor de alegrías, en dador de amor. Volvamos al lugar seguro, a la fortaleza de nuestra fe; volvamos nuestros rostros al Señor, con un corazón sincero que reconoce en sí su insuficiencia y en Dios, su grandeza, su poder sin límites, y su amor inalterable.

¡Seamos conquistados por la esperanza que no avergüenza!

“Volveos a la fortaleza, oh prisioneros de la esperanza; hoy os anuncio que os restauraré el doble”. Zacarías 9:12

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