De concilios, cónclaves y “encerronas” catárticas da fe la historia. El origen de tales asambleas, el “concilium” para tratar asuntos de interés común y resolver conflictos, remite a las célebres juntas de autoridades de la Iglesia católica. Allí, fuera del ojo curioso del seglar, los nada tersos debates sobre dogmas de fe y fórmulas disciplinarias copan la atención de los religiosos. Tiziano, por cierto, recrea en un óleo una de las 25 sesiones del de Trento: quizás el más trascendente de los concilios ecuménicos, marcado por la impronta de Nicea y Constantinopla y llevado a cabo entre 1545 y 1563.
Interrumpida incluso por la peste pero una y otra vez reanudada, la jornada que produjo los lineamientos de la Contrarreforma (para Hubert Jedin, Reforma católica cabal) no coronó con la ansiada reunificación del cristianismo. Pero sí brindó ocasión para aclarar ambigüedades, definir términos de un corregido arreglo; para enfrentar la degradación, corrupción y crisis que denunció Lutero y que afectaron a la Iglesia católica durante el s.XVI,
A pesar del resultado de la puja entre dos visiones -una que proponía tolerancia y acomodo con los protestantes y otra, la intransigente, que acabó imponiéndose- y las resoluciones contra malquistos y “herejes”, historiadores como Jedin afirman que en Trento terció la disposición a escuchar con amplitud a las distintas escuelas teológicas. La espinosa ruptura con el protestantismo y sus ulteriores traumas, en todo caso, estuvo precedido por una deliberación que, sin obviar el pluralismo teológico, dio paso a una “nueva” unidad.
Sirva esta premiosa obertura en torno a los fines y métodos del concilio para saltar a la arena política y revisar el des-concierto venezolano. Tras la acumulación de pérdidas y reveses asociados a la improbable salida de fuerza -una que, está visto, la dirigencia opositora nunca tuvo en su menú de opciones- de nuevo cobra cuerpo la idea de la conciliación de posiciones, la de la solución negociada como “única alternativa”… ¿qué hacer al respecto?
Disparados por la crisis humanitaria, cunden llamados a esa suerte de “cooperación antagónica” (paradoja que David Welsh distingue en el caso sudafricano) que facilite acuerdos sectoriales e involucre a sectores que por sí solos no reúnen medios para aplicar correctivos. La convergencia de intereses impulsada desde lo social no anularía acá el antagonismo político, aunque sí daría respiro a una población acribillada por el deterioro. Pero si pensamos en el toma-y-dame que procuraría cambios estructurales; uno que en las antípodas de las abstracciones pone el ojo, por ejemplo, en la reinstitucionalización progresiva por vía electoral… ¿bastará con cruzar circunstanciales Rubicones y omitir la dispersión programática que hoy castiga a la oposición?
Justamente: a propósito de aquella alineación que perseguían los concilios, cabe insistir en la necesidad de aplicar los principios de la deliberación (democrática, sobra decirlo) aguas adentro. Sabiendo que, amén de éticamente indeseable, es imposible anular la diferencia, el desafío es dirimir primero el brete interno y adoptar un curso colectivo de acción mediante el intercambio de argumentos razonados. Un mecanismo que librado de la hegemonía de sectores cuyo influjo ha mermado dramáticamente, no tiene que ser agonístico –afirma Jane Mansbridge- sino complementario, signado por la obligación de integrar fuerzas y cooperar. He allí una potencial fábrica de bienes democráticos en manos de los sin-poder.
Contra el cinismo que liquida todo ímpetu y conscientes de que “la historia no tiene libreto” como dice Alexander Herzen, sería útil fijarse no sólo en las facetas gloriosas de oposiciones que vencieron al autoritarismo en sus países. Considerando la extensión de la poli-fractura, el borrado del liderazgo que las encuestas registran en Venezuela, importa también reconocerse en la hendedura ajena, el callo que debieron limar aquellos que se miraban como rivales irreconciliables. El Chile de la Concertación, bailando sobre la cuerda floja de la conducción colectiva, es ejemplo de ello. Muchos errores, forcejeos, admoniciones, aterrizajes forzosos, paradigmas en apariencia inamovibles y divorcios políticos debieron gestionarse para superar el estado de consternación y desacuerdo y acudir en bloque a la elección del 88. Luego, ganar, pactar con el vencido y mantenerse. Sin eficaz concilium democrático eso seguramente no hubiese ocurrido.
Junto a la merma del poder de negociación y la falta de estructura clara de incentivos, a la serie de trabas para negociar aperturas democráticas en Venezuela se suma la impericia opositora para abordar la heterodoxia y hacerla parte de la unidad. En ese sentido, no es mala idea “orar y obrar” por acuerdos mínimos apelando a la secular encerrona. Pero no una que peque de sectaria; no una donde el dogma, el personalismo o la compulsión a la repetición malogren la mirada amplia y coherente que todo demócrata está obligado a ejercitar.
@Mibelis
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