Con pies de plomo ante el peligro jihadista

Era apenas en julio cuando el gobierno chino recibió oficialmente al número dos de los talibanes, el mulá Abdul Ghani Baradar. Después de la desbandado estadounidense y la caída de Kabul, Xi Jinping y Vladimir Putin se juntaron a través del teléfono a intercambiar puntos de vista sobre la manera en que ambos países serían afectados por el fortalecimiento del régimen talibán.

Aun cuando un riesgo cierto está presente gracias a la existencia de una estrecha franja limítrofe de 80 kilómetros con Afganistán, Xi Jinping se apresuró a presentar una posición prudente frente al fenómeno y dejó claro que su país “respeta la soberanía de Afganistán, su independencia e integridad territorial, y persigue una política de no injerencia en sus asuntos internos”. Eso sí, no dejó pasar la ocasión para asegurar que tanto Moscú como Pekín, están embarcados en una lucha para combatir el terrorismo, cortar el narcotráfico que los amenaza a ambos y prevenir los riesgos para la seguridad de Afganistán en pro de la estabilidad regional.

La realidad es que China siempre ha tenido un marcado interés en el potencial económico de ese territorio, habida cuenta de la presencia de yacimientos minerales a ser explotados y de recursos estratégicos como el petróleo y el litio. Ahora, además, sus jerarcas deben frotarse las manos ante la posibilidad de participar en la recuperación del país vecino. Por eso no es de extrañar que China haya sido de los primeros países en reunir a sus autoridades con los talibanes y prometer ayuda económica y diplomática a cambio de seguridad.

Pero el asunto va más allá de lo meramente económico. La región de Xinjiang, al lado de la frontera, donde existe una ancestral tradición musulmana pudiera ser tierra fértil para contaminarse con actividades tan cuestionadas como el narcotráfico o el terrorismo que proliferan del otro lado. Recordemos que allí China mantienen una mano férrea sobre un millón de uigures, lo que les ha costado no pocos dolores de cabeza con la comunidad internacional. Solo hay que retroceder hasta 1990 cuando los separatistas uigures establecieron, con la ayuda de Al-Quaeda campos de entrenamiento en Afganistán. La china de Hu Jintao había armado un pacto: inversiones frescas en Afganistán a cambio del compromiso talibán de que sus combatientes se abstuvieran de acciones violentas del otro lado de la frontera.

Allí tiene Pekín, pues, a esta hora, un polvorín que atender y ello es lo que explica su ánimo colaboracionista de estos últimos días. El temor a que Afganistán vuelva a ser un santuario para al-Qaeda inspirará de aquí en adelante cualquier movimiento de sus autoridades, por encima incluso del potencial económico que presenta al país vecino para su propio expansionismo.

Otra cosa diferente está en la cabeza de los nuevos jerarcas afganos. Los Estados Unidos han perdido respeto de la comunidad internacional y la causa democrática de las grandes capitales se encuentra de capa caída en la palestra planetaria pero algo cierto es que el talibán requiere imperiosamente de legitimidad y el reconocimiento chino podría hacer mucho a su favor. Así que estos bailarán al son de la música que toquen en Pekín mientras en la capital china irán avanzando con pies de plomo.

Si China decide adelantar sus peones en un escenario en el que Estados Unidos está a la desbandada, podrá exigir de las nuevas autoridades cualquier tipo de concesiones y de prerrogativas y quienes ahora ejercen el poder estarán prestos a concederlas.  Se trata de una alianza circunstancial, pero alianza al fin y al cabo.  Es por ello y no por otra cosa que su embajada en Kabul aún sigue abierta.

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