Estuve años remando con ímpetu en los mares y lagunas de mi juventud fortaleciendo los músculos de mi espíritu y el vigor de una persistente intolerancia como si en mi violenta y absurda navegación encontrara raudales que obstaculizaran mis furiosos anhelos de desmoronar al mundo para rehacerlo luego a mi propia medida perfectamente iconoclasta. Me animaba y complacía verme reflejado en el vuelo veloz y sin rumbo aparente de los pájaros que cruzaban el espacio que se abría en mi ventana y mientras remaba, poco me importaba el calor sofocante o la colérica tempestad que calaba mis huesos ni los cambios que se sucedían en mi propia naturaleza porque como apasionado lector primero surqué las aguas de Emilio Salgari, luego las de Julio Verne y así, lector incontrolable, remé por los profundos lagos de Cervantes, Shakespeare; por los caudalosos ríos españoles, las aguas lustrales del lobo estepario o bajo la lluvia serena de Bahía Blanca, la ciudad del argentino Eduardo Mallea y tantos otros  y mas tarde por la sabia inteligencia de una montaña mágica, de un Borges invidente y astuto y de venezolanos como Ramos Sucre, Gallegos,  Picón Salas y el hondo mar del grupo Sardio y las irreverencias del Techo de la Ballena.

Y mientras remaba y salvaba con cierta pericia obstáculos e impedimentos políticos e ideológicos, sumergido junto a Belén en una amorosa y apacible laguna conyugal, fui domando al animal alucinado que estremecía mi alma. Dejé a un lado el desvarío marxista, no acepté plenamente a la social democracia ni al social cristianismo y continué remando a mi propio aire, pero hoy a edad avanzada evidencio y me cuido de los malos remeros, es decir, de los malos poetas y descubro que no hay adecos ni copeyanos sino demócratas que merecen apoyo y consideración enfrentados como están al despotismo bolivariano. 

Es lo que explica mi presencia en los funerales de Carlos Canache Mata, dirigente histórico de Acción Democrática, sin ser yo adeco o en la misa que ofició Luis Ugalde para honrar la memoria de Octavio Lepage. De la misma manera, asistí al sepelio de Roman Chalbaud, chavista, porque fue mi amigo durante mas de setenta años. 

Se está forjando en mí una nueva fortaleza de espíritu que me abre amuralladas puertas antes infranqueables. 

Y a los noventa y tres años, aquel remero atolondrado no solo permanece vivo y con la mente abierta sino que está aprendiendo a vivir!»

https://www.analitica.com/opinion/aprendiendo-a-vivir/

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