Debido a una inconmovible convicción de convivencia civilizada, guardo respeto y admiración por todo oficio ejercido con decencia. Incluso –y valga la paradoja– el de hacer la guerra. Siempre, en este último caso, que el respectivo soldado se bata con gallardía, honor, con benevolencia, porque al adversario no se le debe herir o matar, si no es indispensable.
“Si llegan a saber que mi navío ha caído prisionero, digan, sencillamente que he muerto”. La frase la pronunció Damián Cosme de Churruca, minutos antes de la epopeya de Trafalgar. Un buen ejemplo de la palabra empeñada. No el consabido “de aquí me sacarán cadáver” de ciertos narcogeneralotes, los muy “madrinos”, para, después, verlos muertos, en efecto, pero de risa. O de miedo
Escribía Arthur Wellesley o el “Duque de Wellington” que solo una batalla perdida es más triste que la batalla ganada. Ello, porque siempre hay muertos qué llorar, de bando y bando. Damos por sentado que el general Wellington poco asustadizo y nada proclive a la capitulación jamás hubiese cometido la imbecilidad de festejar su hipotética rendición ante Bonaparte, como éste, tampoco, tuvo la desvergüenza de conmemorar Waterloo, como victoria.
Nuestro Padre Libertador no capituló en la batalla de Puerto Cabello. Menos todavía, lo habría hecho sin resistir varias cargas enemigas.
A lo largo de su vida, Bolívar rumió el amargo de aquella derrota. Años después –muchos– reconoció la voz de Fernández Vinony, a lo muy lejos y con una inusual severidad, ordenó el fusilamiento sumario, de quien siempre consideró, con su traición, el causante de aquella debacle. No nos imaginamos a “Don Simón”, gordiflón, bigotudo, flatulento, desfilando por la avenida de “Los Próceres”, Caracas, cada 4 de febrero, como lo presenciamos el pasado martes, festejando la derrota de Puerto Cabello. Ni montando un templete para convertir aquella fecha en efemérides.
Pero no hace falta pertenecer al Olimpo para no celebrar lo que carece de motivos para ello. Dudamos que, tamaña estupidez forme parte del gentilicio cucuteño. Pero de lo que estamos seguros –eso sí— es que tal desvergüenza es impropia de nuestra idiosincrasia.
En 1849 el general Justo Briceño, rechazó su ascenso a general de división por sus servicios contra la Revolución del general Páez. “Un soldado de la Independencia –respondió con verdadero sentido del honor militar– ni celebra, ni acepta un ascenso ganado en una guerra entre hermanos”.
Cuando escuché que se montaría una verbena a partir del pasado cuatro de febrero, supuse que quienes cursaríamos las invitaciones seríamos los partidarios de Carlos Andrés Pérez. Después de todo, fue Pérez quien en el lance de aquel febrero de 1992, doblegó a sus adversarios. Ni siquiera ante lo artero de dicho ataque, CAP tuvo un solo parpadeo que lo hiciese merecedor de la fama de cobardón que sí pesa contra quien se rindió, sin reventar ni un solo cartucho.
Pero la desvergüenza es como es. A partir del martes pasado el pretendido Gobierno Revolucionario, decretó una semana de júbilo, pese a que en las paredes del “Museo Militar” hoy pervertido en supuesto “cuartel de la montaña”, resuena aún, el grito de guerra de quien capituló sin presentar batalla: “Si la sangre güele (sic) a mmm… (sic) yo estoy herido”. Los sicofantes del oficialismo se empeñan en callar la coda de aquel intento de derrocamiento. A saber:
–Aló, Museo Militar, para servirle ¿Quien llama?
–Buenas tardes. De parte del presidente Pérez: “O se rinden o ¡plomo!”
Una violación de todos los preceptos de la Convención de Ginebra en materia de regularización de la guerra.
Gesta tan “valorosa”, demanda un jalón, un hito, un mojón conmemorativo –lectores malintencionados, favor abstenerse de juegos de palabras, que la ocasión es solemne. Rebautizarlo como el “Mojón del Cuatro de Febrero”, le hace honor.
O para resumir: “El M del 4/f”.
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Autor: Omar Estacio Z. [@omarestacio]