Cuando leemos en los evangelios la historia del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo o le contamos a nuestros niños sobre el significado de la Navidad, generalmente nos concentramos en la preciosa escena del pesebre, en María, José, el niño, los pastores y los magos. Contemplamos esta escena con mucho amor y nos llenamos de un profundo sentimiento al transmitirla. Sin embargo, cuando leemos detenidamente encontramos otros personajes bíblicos que pasan desapercibidos en el nacimiento de Jesús y los días subsiguientes. No obstante, ellos fueron testigos del hecho más trascendente de la historia de la humanidad.
Ocho días después, cuando el bebé fue circuncidado, le pusieron por nombre Jesús, el nombre que había dado el ángel aun antes de que el niño fuera concebido. Luego llegó el tiempo para la ofrenda de purificación, como exigía la ley de Moisés después del nacimiento de un niño; así que sus padres lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor. La ley del Señor dice: “Si el primer hijo de una mujer es varón, habrá que dedicarlo al Señor. Así que ellos ofrecieron el sacrificio requerido en la ley del Señor, que consistía en un par de tórtolas o dos pichones de paloma”. Lucas 2:21-24.
En ese tiempo, había en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Era justo y piadoso, y esperaba con anhelo que llegara el Mesías y rescatara a Israel. El Espíritu Santo estaba sobre él y le había revelado que no moriría sin antes ver al Mesías del Señor. Ese día, el Espíritu lo guió al templo. De manera que, cuando María y José llegaron para presentar al bebé Jesús ante el Señor como exigía la ley, Simeón estaba allí. Tomó al niño en sus brazos y alabó a Dios diciendo:
“Señor Soberano, permite ahora que tu siervo muera en paz,
como prometiste.
He visto tu salvación,
la que preparaste para toda la gente.
Él es una luz para revelar a Dios a las naciones,
¡y es la gloria de tu pueblo Israel!”
Los padres de Jesús estaban asombrados de lo que se decía de él. Entonces Simeón les dio su bendición y le dijo a María, la madre del bebé: “Este niño está destinado a provocar la caída de muchos en Israel, y también el ascenso de muchos otros. Fue enviado como una señal de Dios, pero muchos se le opondrán. Como resultado, saldrán a la luz los pensamientos más profundos de muchos corazones, y una espada atravesará tu propia alma”. Lucas 2:25-35.
En el templo también estaba Ana, una profetisa muy anciana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Su esposo había muerto cuando solo llevaban siete años de casados. Después vivió como viuda hasta la edad de ochenta y cuatro años. Nunca salía del templo, sino que permanecía allí de día y de noche adorando a Dios, haciendo ayunos y elevando oraciones al Señor. Llegó justo en el momento que Simeón hablaba con María y José; entonces, comenzó a alabar a Dios. Luego de conocer al niño, hablaba de él a todos los que esperaban que Dios rescatara a Jerusalén. Unos días después, una vez que los padres de Jesús habían cumplido con todas las exigencias de la ley del Señor, regresaron a su casa en Nazaret de Galilea. Allí el niño crecía sano y fuerte. Estaba lleno de sabiduría, y el favor de Dios estaba sobre él. Lucas 2:36-37.
Estos dos ancianos, Simeón y Ana, aunque no estaban emparentados, estuvieron al mismo tiempo en el templo el día de la presentación de Jesús ante el Señor Dios. Ambos ancianos esperaban con profundo anhelo la llegada del Mesías, el Salvador prometido a través de diversas profecías, para el pueblo de Israel. Sus vidas estaban consagradas a Dios, eran personas con una verdadera y extraordinaria comunión con su Señor. Además, conocían las Sagradas escrituras, esperando con fe que la luz de sus ojos no se apagaría antes de ver al ansiado Redentor. Como expresa la Biblia que el Espíritu Santo le había revelado a Simeón.
Me impresiona saber que el Espíritu Santo actuaba en Simeón y Ana, como había actuado en Zacarías y Elisabet (padres de Juan el bautista). “Y Zacarías su padre fue lleno del Espíritu Santo, y profetizó, diciendo: Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo y nos levantó un poderoso Salvador”… Lucas 1:67-79. “Y aconteció que cuando oyó Elisabet la salutación de María, la criatura saltó en su vientre; y Elisabet fue llena del Espíritu Santo, y exclamó a gran voz, y dijo: Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre”. Lucas 1: 41-42. De la misma manera, actuó luego en Juan el bautista y en Jesús en todo su ministerio. Y más tarde actuaría en los discípulos en el aposento alto el día de Pentecostés. Y desde allí en adelante en todos los que han abierto su corazón a Jesús como su Señor y Salvador.
Cuando oramos estamos reconociendo que separados de Dios nada podemos hacer, estamos reconociendo nuestra pequeñez, nuestra insuficiencia y, al mismo tiempo, estamos reconociendo la grandeza y magnificencia de Dios. No hay mayor conexión con Dios que la que se logra a través de la oración constante, perseverante, llena de fervor. Esa oración que se hace un hilo que atraviesa nuestras vidas, un hilo sin principio ni fin, porque aprendemos a vivir en una oración.
Simeón y Ana fueron testigos de la llegada del Mesías prometido porque sus corazones eran humildes como aquel pesebre donde María puso al niño al nacer. Fueron testigos porque vivían en una oración, porque perseveraban cada día en el templo derramando el clamor de sus almas por su amado pueblo Israel. Fueron testigos porque eran justos delante de Dios. Y recordemos que la mayor justicia es actuar en amor, hacer a otros como esperamos que ellos hagan con nosotros. Fueron testigos porque eran piadosos, sus vidas estaban marcadas por el servicio al prójimo, sus corazones eran movidos con compasión a caminar la segunda milla. Fueron testigos porque esperaban la consolación de Israel; porque no renunciaron a la esperanza, aun viviendo en medio de un sistema de gobierno opresor como eran los romanos.
Mi deseo convertido en oración por ti, es que en esta Navidad busques a Dios con todo tu corazón y puedas ser testigo de su inenarrable amor. Que al igual que Simeón y Ana experimentes la llenura del Espíritu Santo y tus ojos espirituales sean abiertos para ver la Salvación de Dios para tu vida.
¡Que el favor de Dios sea sobre ti y tu familia!
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