El doloroso asesinato de Luz Mery Tristán tendría que recordarnos que hay una campaña nacional pendiente en Colombia, la dedicada a la prevención de los feminicidios. No digo que estos sean de todo evitables, cuando entre nosotros existe una larga tradición de machismo que incluye una suerte de “perdón” al abuso y violencia contra las mujeres, pero sí que los verdugos la tienen casi fácil hasta que cometen su crimen, después del cual de seguro irán a parar a la cárcel por décadas, solo que ya enterrada y cremada la víctima.

Las leyes, que alguna vez hicieron falta, están aprobadas, en especial la 1257 de 2008 y posteriores desarrollos. Sin embargo, eso está muy lejos de bastar. No voy a decir que yo tenga una fórmula infalible, pero sí que resulta indispensable hacer algo concreto para reducir los feminicidios en su número.

Que una persona exprese celos una vez o muy de tarde en tarde y no haga nada significativo al respecto, puede considerarse un comportamiento normal, aunque perturbado. En contraste, existen los monstruos como Andrés Gustavo Ricci, es decir, los agresores incorregibles que, un mal día, asesinan a la persona “amada”. No hay tal que pertenezcan a los estratos bajos; los hay en todas las clases sociales. Lo que sí abunda más en las clases altas son los allegados que los protegen. Algunos de estos monstruos pueden ser seductores y hay mujeres que se enamoran de ellos.

Volvamos al caso de Luz Mery. Hasta el día de su asesinato, ella todavía vivía con su verdugo y estaba en pie la propuesta de matrimonio para el 16 de octubre, pese a que Ricci la había golpeado y amenazado varias veces. ¿Por qué insistía? Una conclusión inevitable es que, pese a que la culpa de ningún modo recae en la víctima, ella sí tuvo oportunidades de escapar y por cualquiera de mil razones, no lo hizo. Esto implica que cuando los síntomas pasan de castaño a oscuro, un agente externo tiene que intervenir. En particular, los terapeutas de distinto tipo que trataron a la gente del caso tendrían que haber actuado. Es preciso que las asociaciones profesionales vuelvan mucho más estrictos los lineamientos éticos de cuándo se deben denunciar ante las autoridades los peligros por los que pasan los pacientes. A partir de una cierta cota, el silencio es casi cómplice.

En términos generales, el Estado debe acompañar de la forma más activa posible a las mujeres en riesgo y hacer los procesos de denuncia y alejamiento fáciles y eficaces, de suerte que pierda poder la noción de que “eso es muy difícil” o de que “nadie me apoya”. La astucia de los monstruos los lleva a instituir esquemas reservados. Es preciso lograr que en ellos entre luz.

Todos los agentes dedicados a combatir el feminicidio, en particular el Estado, tienen que adelantar campañas masivas para alertar de los peligros. Deben ser campañas de gran presupuesto y de mucha visibilidad en medios y redes sociales. Ojo, aunque las potenciales víctimas deben hacer parte del target, esto no basta y es indispensable despertar las reacciones, a veces fuertes, de los entornos. La línea de emergencia nacional 155, especializada en el tema, debe ser muy repotenciada para que cualquier persona pueda reportar cuando crea que una mujer está en peligro. Allí se formaría una base de datos que sirva para rastrear a los potenciales agresores. Así, cuando un nombre aparezca catorce veces, ya se sabrá de sobra que constituye un peligro.

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https://www.analitica.com/opinion/una-campana-pendiente/

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