«Ser tan viejo como Matusalén es ser realmente viejo. Así, pues, todos los días de Matusalén fueron novecientos sesenta y nueve años, y murió.» (Génesis 5:27)

El término “viejo”, hace referencia a una persona que le ha tocado vivir muchos años;  a juicio de la Organización Mundial de la Salud, se considera una persona mayor de cincuenta años una edad adulta, entre 60 y 74 años, una edad avanzada; y a partir de los 74 hasta los 90, una persona vieja. Más allá de los 90, es de una vejez avanzada. El término viejo proviene del latín vetulus, que indica de cierta edad, hoy día se toma como sinónimo: anciano, adulto mayor, geronte, persona añosa, entre otros.

Ser viejo no es llegar a finitud de la vida, sino al margen operativo de la vitalidad. La vida es todo cuanto nos hace tiernos y sensitivos a nuestros semejantes y a la realidad que se da en el itinerario permanente de la existencia humana que es nacer, crecer (formarse para un oficio), construir un proyecto de vida (reproducirse), limitar la participación laboral y social y morir de acuerdo al destino pre-escrito ya por el hacedor del Universo.

En una extraordinaria novela corta, Adriano González León le ganó la partida a la muerte y al olvido, a través de la descripción que él le hace a la vejez en la obra “Viejo (1995)”. La postura de González León (quien naciera en 1931 y falleciera en el 2008), hoy asume mayor vigencia que nunca. Valga recordar sus argumentos partiendo de su propia voz, en una entrevista que concediera al periodista y narrador Alberto Hernández.

La obra Viejo, que data de 1995, el autor considera que es un tiempo en el cual el hombre tiene ante sí el espejo de la muerte, la imagen que despierta la aversión, el enlace entre la conciencia y el cuerpo vencido, listo para la “danse macabre”.

Hernández le pregunta a Adriano León: ¿Saberse viejo no es fácil? “No, y te respondo con el mismo comienzo de la novela: Sobre todo, porque nunca quiere saberse…” y replica Hernández: ¿Estamos condenados al olvido? “Afortunadamente, dice Adriano León, “Sí, estamos condenados al olvido, porque la memoria se agota, se desvanece, se pierde en el silencio. Y eso es el olvido —deja en el aire.” Es decir: ¿nos olvidamos desde nosotros mismos? Y replica Adriano León: “…Creo que el tiempo gotea demasiado sobre nosotros. En estos tiempos es más fácil perder la memoria, que es perder la vida, llegar al sitio donde es imposible avanzar…”

Hay un autor que nombra Adriano León, el historiador holandés Johan Huizinga (Groninga, 1872-De Steeg, 1945), en específico su obra “El otoño de la Edad Media”, en donde dice: “Tres temas suministran la melodía de las lamentaciones que no se dejaban de entonar sobre el término de todas las glorias terrenales. Primero, este motivo, ¿dónde han venido a parar todos aquellos que antes llenaban el mundo con su gloria? Luego, el motivo de la pavorosa consideración de la corrupción de cuanto había sido un día la belleza humana. Finalmente, el motivo de la danza de la muerte, la muerte arrebatando a los hombres de toda edad y condición”.

La postura de González León respecto a ese estatus de viejo fue absolutamente optimista: “es la edad es un lenguaje”. O el lenguaje con la vigoriza memoria. La presencia de un personaje que teje una trama hacia el pasado indica la elaboración de un espacio en el que un lenguaje muy particular también es personaje. “Claro —dice González León—, si recorremos nuestras lecturas, si las revisamos, nos daremos cuenta de que hemos vivido con él, con la voz de los otros, con el lenguaje ajeno, el eco de alguien que nos habla…”

Pero esto hace estallar la duda en Hernández y pregunta: ¿Tiene edad la palabra, el lenguaje? Y es cuando expresa González León: “Tenemos edad con él. Si somos lenguaje, palabra o silencio, morimos con él. Morimos con la edad de la palabra que hemos usado…”

Y ahondando en lo expresado, el hombre es el héroe activo por excelencia, donde el lenguaje suma el hecho de que el viejo se desdobla en el tiempo a través del “flujo de la conciencia digresiva”, lo que representa un canto simbólico en el que prevalece el uso de un tiempo que se detiene a veces y que se precipita no tanto hacia delante, sino hacia los lados referenciales de una evocación fragmentada, en una instantánea fractura de una historia diseminada por la imaginación, de naturaleza trágica.

Ahora bien: ¿De cuánto olvido estamos hechos? La cultura, recalca González León, es un vacío, el olvido que se espera, la muerte. “…Somos la suma de todas esas muertes.” La vejez es un habla cuya particularidad radica en un tono más espiritual que físico, atado a una conciencia recurrente, a veces designada por los tropiezos de un extenso paseo por los recuerdos; ese largo “olvido” del viejo al regresar a los lugares e imágenes borrosas, inseguras de unas anotaciones cuyos límites están en la tensión lograda, precisamente, por el tono de despedida que rezuma la coherencia de ese cuaderno nuclear; el viejo escribe, mejor, se escribe para sobrevivir a su propia historia.

En el cuento «Un señor muy viejo con unas alas enormes» del escritor colombiano Gabriel García Márquez, se presenta la figura de un anciano con alas que se encontró por un matrimonio en su patio trasero; es un personaje que despierta la curiosidad y la atención de la comunidad, pero también es objeto de maltrato y explotación. La presencia del viejo con alas puede interpretarse como una metáfora de la fragilidad humana, la esperanza y la capacidad de asombro frente a lo desconocido.

En general, la figura del viejo en la literatura latinoamericana puede estar asociada a diferentes temas y símbolos, como la sabiduría, la experiencia, la decadencia, la soledad o la resistencia; cada autor y obra puede abordar esta figura de manera única y con diferentes matices; es importante tener en cuenta que la literatura latinoamericana es muy diversa y abarca una amplia gama de estilos, temas y enfoques. Por lo tanto, es posible encontrar diferentes interpretaciones y representaciones de la figura del viejo en las obras literarias de la región.

En la literatura universal el viejo ha sido abordado por diversos autores y en diferentes contextos. Está la obra «El viejo y el mar» de Ernest Hemingway, novela cuenta la historia de Santiago, un viejo pescador que lucha contra un pez gigante en el mar. A través del personaje del viejo, Hemingway reflexiona sobre la lucha, la perseverancia y la dignidad humana; en «Don Quijote de la Mancha» de Miguel de Cervantes, aunque no está centrada en la figura del viejo, la novela presenta al personaje de Don Quijote, un caballero anciano que se embarca en aventuras idealistas y fantásticas. Don Quijote encarna la figura del viejo soñador y visionario; en “Moby Dick» de Herman Melville, es una novela donde el personaje del capitán Ahab es un viejo marinero obsesionado con la caza de una gran ballena blanca. Ahab representa la figura del viejo con una obsesión y una determinación desmedidas.

Estos son solamente algunos ejemplos de obras literarias que exploran la figura del viejo en la literatura mundial, para cada autor el viejo significa una figura única, ofreciendo diferentes perspectivas y simbolismos.

Como se aprecia el ser viejo no es una muestra de tristeza ni decepción, sino el camino hacia niveles de profundidad donde el ser humano se complementa con la naturaleza y comienza a entenderla mejor y a interactuar desde el biorritmo natural de su cuerpo. Envejecer es ceder a los desafios del cuerpo que lucha por autor reproducirse y mejorarse sin mayor éxito. El problema de la vejez no es de tiempo ni de falta de vitalidad, sino de aceptación social, de compromiso con esa gente que cambió el protector de pantalla para dejarse ver cómo son y hacia dónde van.

Quien escribe no es un hombre viejo, cincuenta y cinco años me hace contarme en el cauce de la adultez madura, pero a su vez en el recorrido hacia una inevitable vejez que ya no está aislada ni distante, sino que la podemos ver a la “vuelta de la esquina”. Me siento poderoso en sabiduría pero débil en articulaciones y acción motora de mi cuerpo; me siento experimentado y sabio, pero poco creativo para dominar escenarios improvisados e inciertos.

En días pasados estuve en una serie de actividades académicas y sociales donde me topé con una médico, joven aún, que pensé que me tenía respeto por mi experiencia y mis dotes de orador certero, y ciertamente mientras conversó conmigo demostró ser una persona entendida de mis argumentos, pero al dar la espalda, al pasar la página de ese día, llamó a su sobrina quien fue la que nos presentó y le dijo: “…pero qué fastidioso el viejo ese…” Si bien no es un argumento que debería ofenderme es sí un trato cruel hacia una persona que tiene como carta de presentación su experiencia y lo vivido…Triste escenario que hizo que sintiera pena por esa persona, porque todos vamos para viejos, eso es algo imposible de evitar salvo que la vida le tenga preparado a uno otra realidad y por supuesto otro destino.

Ver y sentir cómo la juventud profesional nos trata a quienes por canas o por arrugas somos considerados viejos es un acto indignante, reflejo de una sociedad en franca descomposición de valores y de temor a Dios; no es posible que despreciar a una persona por su vejez o por su senectud, sea un valor que capitalice en una persona, todo lo contrario, la descompone, la desfragmenta hasta lo más mínimo de sus potenciales valores.

Por otra parte, hay quienes se expresan de los viejos como seres decrépitos, asquerosos, inmundicias; personajes que deberían desaparecer y no ocupar espacios que bien pudieran ocupar jóvenes aventajados para ir haciendo realidad su capacidad de vivir y de crecer. Esa nueva generación no solamente es incómoda y decadente, sino que nunca podrá lograr lo que el viejo alcanzó a modelar: un ejercicio profesional vinculado con las buenas relaciones humanas y con el espíritu de creatividad que les impulse hacia nuevos y mejores escenarios de convivencia y diversión. El ser viejo es un emblema de sabiduría, nunca de fragilidad, menos de vacío.

Ahora bien, en la cultura oriental el viejo, o anciano, ocupa un lugar privilegiado y es objeto de respeto y veneración; los aspectos del significado del viejo en la cultura oriental se discriminan de la siguiente manera: sabiduría y experiencia, en la cultura oriental, se valora la sabiduría y la experiencia acumulada a lo largo de los años. Los ancianos son considerados fuentes de conocimiento y se les respeta por su capacidad para transmitir enseñanzas y consejos a las generaciones más jóvenes; los viejos suelen ocupar roles de autoridad y liderazgo en la sociedad oriental; existe una fuerte tradición de respeto filial en la cultura oriental, donde los hijos tienen la responsabilidad de cuidar y honrar a sus padres y abuelos, los viejos son considerados como pilares fundamentales de la familia y se les brinda atención y cuidado especial; los viejos desempeñan un papel crucial en la transmisión de los valores, las tradiciones y la cultura de la sociedad oriental, a través de su experiencia y conocimiento, ayudando a preservar y mantener la identidad cultural.

De manera concreta, es importante tener en cuenta que la concepción y el trato hacia los viejos pueden variar en diferentes culturas orientales, ya que cada país y región tiene sus propias tradiciones y costumbres. Sin embargo, en general, se puede decir que los viejos son altamente valorados y respetados en la cultura oriental debido a su sabiduría, experiencia y contribución a la sociedad.

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