“Estamos empeñados en que esto sea una campaña de ideas, no una batalla a ver quién insulta o grita más«, afirmaba recientemente una candidata a las primarias opositoras. Aspiración meritoria, pero que contrasta con algunos hallazgos en torno a las dinámicas propias de este tipo de eventos. La personalización de la política, la tendencia a privilegiar el nombre o la popularidad y no la propuesta programática, el partido o el perfil idóneo para el cargo, se ha asociado a la competencia en primarias. Pero más allá de esta circunstancia, la de la disputa entre hermanos hambrientos, está su inscripción en una tendencia global, de la cual prácticamente no podemos sustraernos: la de la espectacularización de la política.
El fenómeno no es nuevo, ciertamente. Y es que La política es, en esencia, puesta en escena, y los políticos son sus actores; personajes -apunta Schwartzenberg- forzados a la repetición, al gesto calculado. Pero si bien la acción pública y su representación simbólica nunca se han desvinculado del carácter teatral, catártico, épico de “la guerra por otros medios”, la irrupción de los mass media en la escena política inaugura una nueva era. Una en la que los rasgos del candidato y no tanto sus propuestas se adueñan del primer plano. Una en la que detalles antes imperceptibles ya no pueden ser omitidos. La gesta por copar el imaginario del electorado y posicionarse, burlando incluso fronteras entre lo privado y lo público, imprimió otros bríos a la comunicación política, abonó como nunca a la personalización del liderazgo.
Desde entonces, movilizar a las masas, ganar su confianza y adhesión, persuadirlas con un mensaje, un slogan pegadizo o rebosante de optimismo y promesas de cambio, hacen de ese actor un protagonista clave. La lista de quienes han cosechado triunfos porque así lo han entendido, puede ser tan elocuente como chocante. Pero desde los años 60, con la hegemonía de la TV al servicio de campañas electorales en democracias, esa certeza se dispara. La lógica del espectáculo no se suma como una pieza más, sino que planta un ethos indeleble. Saber moverse con gracia en ese reino de la apariencia no es una opción para el político moderno, es una necesidad (profesionales del plató, reconocía Bourdieu). Ser y parecer se funden en este caso en una identidad particular, que en tiempos del Homo videns (Sartori) y del Homo digitalis, vuelve innegable el peso de la imagen y particularmente nítidas las señales verbales y no verbales que los políticos envían.
Sobran ejemplos de cómo esa lógica impacta la esfera pública, para bien y mal. J.F. Kennedy y su gran habilidad para bailar en ese límite entre lo sustancioso y lo frívolo: su impactante oratoria, su audaz visión de estadista, sin que eso sacrificase la imagen del “líder con encanto”, sus flirteos con la farándula (¿cómo olvidar el “Happy birthday, mister President”?). Reagan, actor, gobernador y presidente, dueño de un carisma innegable y solvente desempeño ante las cámaras, ganó y se reeligió encarnando a ese líder fuerte que promovía una “revolución conservadora” a tono con el espíritu de los tiempos. Pero también habría que mencionar a Berlusconi, magnate italiano y padre del Forza Italia, quien supo ganarse el favor de las mayorías gracias a su pericia de “dealer” del entretenimiento masivo, con un discurso antisistema amplificado al máximo que caló y rubricó su polémica popularidad. O Trump, histrión incontinente y provocador, cuya maña para el Reality Show, para hacer de la política un espacio más de divertimento, le abrió las puertas de la Casa Blanca. Latinoamérica tampoco se queda atrás, con un menú de líderes que sacaron jugo a sus talentos para la seducción mediática. Chávez y su altisonante promesa de freír cabezas adecas, su storytelling del arañero, sus dotes de showman, entre ellos.
La lista de personajes destacados o mediocres, virtuosos o inmoderados conquistando ámbitos que antes se reservaban a políticos de profesión, sigue y seguirá creciendo a cuenta del maridaje política-espectáculo. Con el desencanto y la cultura de la sustitución como signo, el de hoy es un mundo a la medida del outsider político. Encima, la presión de competir por la exigua atención de una audiencia que huye de la incertidumbre democrática, conduce a las ágoras promiscuas, abarrotadas, ruidosas de las redes. Ecos de la oda a la supervivencia de Mad-Max, pero aderezada con canciones, baile, despechos-que-facturan, recetas de cocina, boutades, desplantes, melodramas express, mojigangas y emojis, todo en uno.
He allí el dilema. La dosis de banalidad y vértigo condicionando la confrontación dialógica que distingue a la política, vs la necesidad de adaptar la comunicación al talante de las nuevas plataformas. Una puja en la que el debatede ideas, la esquiva sustancia, suele verse comprometida. En La inmortalidad (1988), Kundera opinaba con obvia acritud que “el arte de la política no consiste hoy en guiar a la polis (esta se guía sola por la lógica de su oscuro e incontrolable mecanismo) sino en inventar «petites phrases», a tenor de las cuales el político será visto e interpretado…” Látigo inclemente, pero a la vez llamado de atención legítimo frente al peligro de ese vaciamiento.
La pregunta es si en el marco de la crisis de representación que vive Venezuela será posible sortear tales efectos. Luce difícil. Que no extrañe, por tanto, no sólo el ascenso en las encuestas de figuras vinculadas al show business, sino aquellas que mejor descifran los modos de la política de la era digital, a quienes la idea de saberse constantemente expuestos los despabila, los mueve a reinventarse. Jugar en ese frenético mercado sin malear la causa es un reto, sin duda. Irónicamente, considerando que la confrontación-choque entre personas es consustancial a la política, Gianfranco Pasquino (1990) veía esa personalización no sólo inevitable, sino algo que incluso podría ser (democráticamente) positivo. Pero advierte: la personalidad del hombre y la mujer políticos es sólo una variable “y quizás no la más importante… la comunicación política puede actuar como lupa de aumento, de acentuación, de exacerbación, pero no crearla pura y simplemente por sí misma. Si la «persona política» no existe, muy difícilmente podrán crearla los mass media”.
@Mibelis
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