Por diversa vías nos lleva Álvaro Mutis a la recuperación de lo edénico tal como sucede en el último relato del Tríptico de Mar y Tierra, donde nos sumerge en la paradisíaca era en que vive todo ser humano en su infancia, cuando el espacio y el tiempo son transformados completamente por la imaginación, brotando la creatividad como un diamante bruto, mutando la existencia en gozoso juego. Y, si algo nos puede hacer olvidar la fragilidad y la vaciedad existencial de la civilización postecnológica, es la capacidad alquímica de lo lúdico como transmutador de la ignorancia en conocimiento, de lo intrascendente en trascendente. De este sentimiento edénico comenzamos a despojarnos a medida que nos sumergimos en los deberes que se nos imponen, aislándonos cada vez más de nuestros más genuinos anhelos. El niño que todos fuimos y añoramos está presente en Jamil, en la transparencia de su mirada, en la fuerza mutadora de sus deseos. Recordándonos de golpe ese mítico universo que nos hace redescubrir la vida.
“Todo encuentro con un niño nos descubre, cada vez que sucede, un mundo sorprendente… En esta forma comenzó para mí una nueva vida, habitada cada hora del día y la noche, por esa criatura que iba descubriendo el mundo llevado de mi mano. Era, en cierta forma, como volver al arcano diálogo de los oráculos…” (p.684-696)
La realidad es transmutada por la imaginación de Jamil, quien transforma cualquier objeto o acontecimiento cotidiano en episodios llenos de brillo, profundidad y fantasía. Su percepción del cosmos nos traslada a la milagrosa mirada del niño en la que el sueño y la vigilia, el deseo y lo deseado, lo lúdico y lo ceremonial se funden. ¿No es acaso este vivir unos de los sentidos de la creación artística?
El enfrentamiento de visiones del mundo y de percepciones es el de la infancia y la madurez. Ese universo esperanzador que nos abre cada infante nos lleva a un mundo paradisíaco, donde la alegría, la risa y hasta el llanto se transforman en subversión a nuestra visión del mundo. Pues el universo edénico de la infancia es la negación de nuestra realidad enraizada en la competitividad y el predominio de los impulsos fanáticos. El escritor nos recuerda ese anhelado universo, consciente de la dramática realidad a que se enfrentan los infantes del presente y el futuro tanto en el tercer mundo como en los países desarrollados, donde se está pervirtiendo esta dichosa edad, bajo las leyes de mercado y los medios de masas.
Dentro de los episodios en los que Maqroll el Gaviero se adentra en esta dimensión, él que deja la huella más profunda en su Ser, es su encuentro con Jamil, experiencia que le fue transmitida a su madurez, dándole “una serena conformidad con la encontrada suerte de destino y lo llevó a ejercer hasta sus últimas consecuencias, su doctrina de aceptación sin reserva de los altos secretos de lo innombrable.”
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