El pulso de lo social y lo político suele marchar de manera asincrónica en Venezuela. Aun cuando la sociedad ahora mismo parece invertir sus desvelos en otros asuntos, más perentorios, las carnadas discursivas en torno al advenimiento de elecciones siguen sublevando los apetitos de la clase política. “Tenemos que prepararnos para 2 años de campaña. Para las presidenciales de 2024… y en 2025 hay elecciones conjuntas de alcaldías, gobernaciones y Asamblea Nacional”, ha lanzado Maduro, confirmando que el chavismo (como astutamente lo hizo el PRI, en México) seguirá sacando jugo a la ventaja política que remite al triunfo en comicios. Entretanto, una oposición en imperfecta fase de revisiones, a duras penas vuelve de su paso por la cueva de Polifemo: desmembrada, hambrienta, diezmada, cegada por la luz. Así que, falta de estructura y cohesión, sin recuperarse del aturdimiento ni reparar en prelaciones, se dedica a hablar de primarias y candidatos.  

A santo de ello se publican encuestas de popularidad y ruedan nombres, la mayoría lidiando con altísimos niveles de rechazo. La lista de aspirantes se abulta conforme pasan los días. La canibalización crece al ritmo de la fiesta de postulaciones, también, y el crujido mediático copa las redes. Descalificaciones van, desahogos y púas vienen. ¿Acaso las primarias operarán como una suerte de milagro que exorcizará la compleja crisis endógena, el ánimo del puñal-con-liguita, la caída en pozo de irrelevancia? Aunque algunos hacen esa risueña apuesta, luce cuesta arriba lograrlo. No hay “fatalismo” en tal previsión ni sometimiento a la tiranía de la negación a priori, insistimos. Apenas lupa sobre la dificultad y repaso de la evidencia empírica.  

Ventajas asociadas a las primarias en términos de su impacto en la esfera de la participación y la competencia, han sido documentadas generosamente por los expertos, ciertamente. En contextos democráticos, dicen, podrían estimular tanto el involucramiento ciudadano en la política como la competencia electoral dentro de los partidos. La elección descentralizada que se lleva a cabo en un plano horizontal y no jerárquico, alentaría la saludable percepción de que se produce una democratización de la vida intrapartidaria. La renovación de cuadros; la oportunidad de “resetear” al partido y reconectar las bases con las élites (deliberación amplia y civilizada mediante) son efectos deseables si se piensa en nuestra inercia. El problema acá es no contar con los principales ingredientes que garanticen salir bien librados del episodio. Sin contexto que ofrezca certidumbre institucional (esto incluye el descalabro de los partidos); ni una instancia de coordinación avalada por todos los actores, ni la confianza entre competidores muy disímiles o la disposición anímica que permita superar las duras pruebas que impone una carrera donde más que ideas o credenciales idóneas, importa el appeal.  

En ese plano, incursos como estamos en la dinámica de una fragmentación incesante, llevamos las de perder. Remedio peor que la enfermedad: los métodos inclusivos también parecen alentar la política de la personalidad y, por lo tanto, pueden conducir a bajos niveles de cohesión partidista (Rahat, 2009). Tal como ocurre en países donde las primarias son un método regular, el desgaste debido a la competencia interna puede taponar las mejores intenciones, dejando enemistados a los grupos internos y afectando el desempeño del partido en la elección general (Altman, 2012; Agranov, 2012). La inestabilidad de base, en fin, actúa maximizando los riesgos. Más si, como se avista, la meta primera es la hegemonización interna, la clausura del distinto y no la construcción de un proyecto integrador y con potencial de triunfo. “Los partidos políticos con dos almas -advierte el politólogo español Carles Boix al diseccionar las primarias del PSOE- no suelen ganar unas elecciones generales” … ¿qué decir de una alianza coyuntural, promiscua, invertebrada, con diez, quince o más almas? 

Con optimismo a prueba de balas podría suponerse que, al margen de esas preocupaciones, un Ardid de la Razón enderezará por sí solo el formidable entuerto; que la experiencia de la MUD en 2012 dejó aprendizajes, y que estos mitigarán los escollos. Ojalá así fuese. Pero hasta ahora no hay suficientes razones para creer que lo que marcha mal tendrá un llegadero distinto. Cabe entonces considerar la trampa de los heurísticos cognitivos, esos atajos que urde la mente para escapar de la complejidad a la hora de resolver problemas. ¿Puede una fórmula simplificadora, lineal, gestionar una situación con tantas texturas y mermas? Dada la trascendencia del desafío de reconducir al país hacia nuevos derroteros políticos, de la necesidad de garantizar la gobernabilidad democrática, el “para qué” ganar: ¿cuán eficaz será apelar a un método poco flexible, y a un “selector” herido, aprensivo, con expectativas exiguas o información limitada?  

Sin respuestas definitivas para tan espinosas preguntas, y ante la sospecha de que las primarias de un sector (¿con CNE, sin CNE?) se celebrarán contra todo trance, toca al menos estimar los peligros. Eso sí: quienes asumen que, por fatigoso, se puede prescindir del consenso, no se libran de una certeza: la habilidad para conciliar intereses y llegar a pactos es lo que define al hacer democrático. La cualidad y solidez de la transformación política difícilmente podrán garantizarse si, de entrada, no hay quienes demuestren que meterse en un bosque surcado de animosidades y salir enteros y con una visión común, una sola alma, no es mera quijotada.   

@Mibelis 

https://www.analitica.com/opinion/una-sola-alma/

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