El pasado mes de abril perdí a mi hermana, después de un año de una profunda batalla contra el cáncer de pulmón de No fumador. Dos variedades al mismo tiempo, una extremadamente rara y aun bastante desconocida por la ciencia y, la otra, una de las más agresivas que existen. Gracias a Dios, tuvo todo lo que miles de pacientes con cáncer desearían tener: Los tratamientos más actualizados en manos expertas, el cuidado diario por parte de su familia y su esposo; acompañado de su compromiso consigo misma, su inmenso deseo de estar más tiempo entre nosotros y su fe que siempre brilló aun en medio de las tormentas, a veces como un sol a medio día, otras como un pequeño lucero tratando de vencer las tinieblas con su tenue luz.
Nunca antes me había encontrado frente a la muerte de esta manera. He perdido otros familiares, de maneras totalmente diferentes. En el año 2020 despedimos a papá, me dolió mucho su partida; lo extraño constantemente, y en estos tiempos tan duros he pensado tanto en él, en su manera de consolarnos, en su fe casi inquebrantable frente a las vicisitudes. Mi padre cumplió un ciclo hermoso de vida, solo le faltaban tres meses para cumplir los 99 años y cinco para alcanzar su septuagésimo aniversario de bodas. Su muerte fue un hecho contundente en mi vida. Si, pero el dolor que nos causó fue apacible, dulce, sosegado.
Todos los seres humanos tienen valor a los ojos de Dios. Creo que todas las vidas tienen una misión en este mundo, por cortas o largas que puedan llegar a ser. La dimensión del tiempo es netamente humana, pareciera que fuera del globo terráqueo el tiempo es una quimera. Por esa razón, la despedida de mi hermana me pareció muy temprana y la sentí apurada. Quisiera poder detener la vida, retroceder el tiempo y quedarme allí con ella el día que me despedí, sin saber que sería la última vez que la vería. Eso es uno de los hechos más crueles de la vida, que no se detiene ante la muerte. Y al mismo tiempo, es un hecho tan sabio; de otra manera, nos hundiríamos, nos quedaríamos como suspendidos, sin poder procesar la pérdida, como muertos en vida.
Me atrevo a escribir sobre el duelo, sobre mi duelo, porque a pesar de lo devastadora que puede ser la muerte, es parte intrínseca de la vida. También por la cercanía, por la insistencia con la que nos ha visitado en los últimos dos años de pandemia. Sobre todo, me motiva lo poco que se habla de este proceso tan necesario y tan importante de vivir con el conocimiento de lo que está aconteciendo en nuestra alma, mientras despedimos a nuestro ser amado con el anhelo de nunca haberlo tenido que ver partir. Porque solo cada uno, individualmente, sabe el significado tan profundo de la relación que la muerte ha llevado a un final temporal. Porque cada uno es tocado, conmovido, de manera única y diferente por la persona que ha partido. Vivir el duelo, no deteniendo la vida, pero si proveyéndonos el tiempo necesario para procesarlo, es absolutamente vital para seguir adelante.
Es cierto que este proceso se llevará a cabo de una manera única en cada persona, de la misma manera que cada muerte tiene su propia identidad. Cada uno de acuerdo a su personalidad, sus creencias y sus circunstancias actuales vivirá el duelo con diferentes matices; sin embargo, es un proceso profundamente estudiado y descrito por profesionales de la salud mental, que nos dan respuesta a múltiples preguntas. Además, describen nuestras emociones de manera que podamos comprendernos, y comprender a nuestros familiares, sin hundirnos en ellas en ese paso breve por nuestras almas cumpliendo un propósito en nosotros; pero que instaladas en nuestro ser podrían acarrearnos un gran daño psicológico.
Cada muerte, cada pérdida, causa un dolor tan devastador como intenso fue el amor que unió esa relación. Así que tu pérdida es tuya, tiene el significado que solo tu corazón es capaz de apreciar en la dimensión debida; de tal manera que que no habrán palabras, ni gestos de otros que puedan consolarte, por más que las intenciones sean buenas. Por esa razón, es saludable tomar cada expresión de consuelo pensando que cada quien manifiesta su pesar, o se solidariza contigo también de una manera única y personal; limitada por ese enorme sentimiento de impotencia y frustración con que se cargan los corazones ante la imposibilidad de la muerte. De la misma manera, es saludable no aceptar preguntas, expresiones o razones que profundicen tu dolor; establecer los límites que tu ser demande, procurarte el espacio y el tiempo para este camino de lágrimas que es necesario transitar.
La psiquiatra suiza Elisabeth Kübler Ross dedicó su vida al estudio de los procesos psicológicos asociados a la muerte, tanto desde el punto de vista de la persona enferma, cercana a la muerte, como de aquellos que llevan la pérdida. Uno de sus aportes más trascendentes fue la descripción de las cinco etapas del duelo, las cuales quisiera recorrer de una manera sencilla y desde la perspectiva de mi propia vivencia. Es importante tener en cuenta que el recorrido de estas etapas se lleva a cabo tanto en la persona enferma, como en aquellos que la aman, quienes viven un doble duelo, el duelo anticipado, si pudiéramos llamarlo de esa manera, puesto que es el duelo inherente a la enfermedad que inexorablemente terminará con la muerte, la cual traerá consigo el segundo duelo. Estas etapas son, a saber: La negación, la rabia, la negociación, la depresión y la aceptación. Pueden darse de forma lineal, o no lineal, pueden tomar cualquier lugar, superarse y volver a presentarse.
La negación:
La negación ocurre en la persona enferma como una primera reacción a la noticia de la enfermedad. Pienso que esta primera reacción tiene un papel importante porque impulsa a la persona enferma a luchar por su vida; de otra manera, se sentaría a esperar la muerte. Para quien ha perdido a un ser amado la negación se expresa más de forma simbólica; el impacto causado por la pérdida es tan fuerte que, a primera instancia, no podemos explicarnos cómo la vida continuará sin ella. Nos parece que en cualquier momento suena el teléfono y es ella llamándonos, que vamos a verla entrar por la puerta en cualquier momento, que volveremos a pasar unas vacaciones juntas; en fin, es un mecanismo de defensa de nuestra psique porque el peso de la partida es una carga imposible de llevar para los hombros de nuestra alma. La negación en el estado de shock nos ayuda a sobrevivir. Nos permite, paulatinamente, procesar lo incomprensible, mientras nos adaptamos a nuestra nueva realidad.
La rabia:
A medida que comenzamos a aceptar la realidad de la separación, la negación comienza a desvanecerse, mientras algunos sentimientos subyacentes emergen a la superficie. Uno de ellos, podría ser la inconformidad, la rebeldía o la rabia porque nuestro ser amado fue objeto de la muerte. Por la herida tan profunda que nos ha causado. Porque hay millones allá afuera, en el mundo, que podrían merecer la muerte, pero murió una persona preciosa a nuestra alma, un tesoro de nuestra vida. Debajo de la rabia el dolor es muy profundo. Muchas veces es la máscara de las lágrimas retenidas. La rabia no se manifiesta sola, viene acompañada de sentimientos de tristeza, de temor, de angustia, de ansiedad por el futuro sin nuestro ser amado. Aún, podríamos sentir rabia porque nuestro ser amado no se cuidó lo suficiente como para no enfermarse, por ejemplo. De acuerdo a la Dra. Kübler Ross, la etapa de la rabia es necesaria en el proceso del duelo, en la medida que la sintamos es sanador expresarla; ya que, en esa medida, comenzará a disiparse. En este punto, si eres un creyente, no te asombres si te encuentras peleando con Dios. No temas, el amor de Dios es suficientemente fuerte para continuar amándote.
La negociación:
Esta etapa puede darse durante el desarrollo de la enfermedad. Podemos encontrarnos a nosotros mismos negociando con Dios y/o con nuestro ser amado; haciendo promesas de comportamientos que cambiaremos si sucede la sanidad, si se nos concede más tiempo al lado de nuestro ser amado. En este punto puede aparecer la culpa, los miles de lamentos por lo que pudimos haber hecho y no hicimos. Personalmente, he llegado a la conclusión que la culpa no ayuda sino para hundir a cualquier ser humano en la miseria emocional, espiritual y hasta material, de acuerdo al control que tome sobre la psique de una persona. Si hay algo por lo que tenemos que arrepentirnos es mejor hacerlo cuanto antes delante de Dios, confesando nuestra ofensa, y haciendo nuestro mejor esfuerzo por restituir el daño. La negociación puede estar presente a todo lo largo de la enfermedad; en la medida en la que vemos a nuestro ser amado ser consumido, pueden aparecer en nuestra mente diferentes ideas, de dar algo a cambio por una partida lo menos dolorosa posible. Quizá, la mejor negociación que podríamos hacer en este punto es vivir de tal manera que podamos re-encontrarnos con nuestro ser amado.
La depresión:
A medida que superamos la rabia, que nos damos cuenta que ningún acuerdo nos devolverá a nuestro ser amado, entonces la tristeza se magnifica. Hay días en los que la vida no tiene sentido, en los que todo parece tan injusto, tan inexplicable, tan absurdo. Es vital en el proceso del duelo, darle un lugar a sentirnos tristes, incluso deprimidos; porque la depresión después de perder a alguien muy cercano, no es un signo de enfermedad mental, es tan solo la respuesta apropiada a la pérdida tan grande que experimentamos. De acuerdo al Dr. David Kessler, coautor de varios de los libros de la Dra. Kübler Ross, cuando el dolor por la pérdida es tan intenso, la tristeza profunda, o la depresión, es un camino de la naturaleza para mantener nuestro sistema nervioso en reposo, mientras nos adaptamos a algo que nuestra mente nos dice que es imposible de manejar.
Cuando nos permitimos estar tristes, recordar a nuestro ser amado y llorar todas las lágrimas atrapadas en nuestro corazón, estamos recorriendo el camino de nuestra sanidad interior. No podemos olvidar que la muerte de un ser amado es una herida que nos ha sido infligida, un dolor que podría permanecer con nosotros por el resto de nuestra existencia en este mundo. En este escenario, no sentir tristeza sería anti-natural. Debemos dejar que la tristeza desempeñe su rol; sin embargo, debemos velar por nuestra salud mental, estando alertas, buscando las ayudas necesarias. La tristeza tiene la cualidad de llevarnos a un lugar más profundo en nuestras almas, un lugar al que normalmente nunca iríamos. Un lugar desde el cual nos volvemos más humanos, más sensibles al dolor de otros. Un lugar desde el cual podemos levantarnos siendo mejores personas.
La aceptación:
La aceptación no se trata del hecho de sentirnos bien o estar de acuerdo con la partida de nuestro ser amado finalmente. Se trata de aceptar nuestra nueva realidad, entendiendo que físicamente nuestro ser amado no volverá a estar entre nosotros. Aceptar no se trata de que me guste la vida sin mi hermana, es vivirla como a ella le habría gustado que viviéramos sin ella. Es honrar su amor por la vida, su lucha por sanarse, no solo el cuerpo, sino también el alma antes de partir. La aceptación nos invita a hacer cambios para continuar con la vida, porque no podemos mantener el pasado intacto. Lo que sí podemos mantener intacto es el amor que sentimos y profesamos hacia esa persona. Esto es un pensamiento que se repite en mi mente, una verdad que me ha conmovido profundamente. Recordar las palabras del apóstol Pablo de Tarso en I de Corintios 13, cuando termina esa descripción tan hermosa de lo que es el amor, diciendo: “El verdadero amor nunca deja de ser”. Siempre la amaré, su vida siempre será de inspiración para mí, mientras recorro este camino del duelo. Este recorrido de la aceptación, el cual no es la última etapa, ni tampoco un punto final.
“Ponme como un sello sobre tu corazón,
como una marca sobre tu brazo;
Porque fuerte es como la muerte el amor;
Las muchas aguas no podrán apagar el amor,
Ni lo ahogarán los ríos”.
Cantar de los cantares 8:6-8.
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