El inmenso fraude cometido por Daniel Ortega en las elecciones del 7 de noviembre venía preparándose desde hace bastante tiempo. En cierto modo, representa la culminación del acuerdo firmado el año 2000 entre Ortega y Arnoldo Alemán, acusado de corrupción, quien en aquel momento era Presidente de Nicaragua y jefe del Partido Liberal. Ese pacto les permitió al Frente Sandinista de Liberación Nacional –FSLN- y al Partido Liberal asumir el control de todas las instituciones del Estado, incluido en primer lugar el Consejo Supremo Electoral. Las modificaciones introducidas en la ley electoral aseguraron que, en los comicios nacionales de 2001, casi todos los curules de de la Asamblea Nacional fueran a parar a manos de los sandinistas y los liberales. A partir de ese momento comenzó el proceso de degradación de la incipiente democracia nicaragüense, que había tenido su momento estelar en 1990 cuando Violeta Chamorro obtuvo su sorpresiva victoria frente al comandante Daniel Ortega, obligado a medirse en las urnas electorales luego de casi una década de enfrentamientos internos con la llamada Contra.
La derrota del 90 y su permanencia fuera del poder durante quince años, les enseñó a Ortega y a sus camaradas sandinistas que debían dominar las instituciones públicas, además de abrir un poco la economía, si aspiraban a perpetuarse en el poder. El segundo ciclo de la era Ortega comienza en 2006, cuando triunfa en las elecciones presidenciales debido a la fractura de los liberales, la mayoría electoral, quienes se habían dividido en dos sectores: la Alianza Liberal Nicaragüense y el Partido Liberal Nicaragüense. Por esa rendija se coló el antiguo guerrillero para ir luego armando el entramado que le ha permitido eternizarse en el Palacio Presidencial.
El domingo 7 de noviembre no hubo sorpresas. Antes de esa fecha, Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo –una especie de lady Macbeth- habían encarcelado a Cristiana Chamorro, la líder que aparecía punteando en las encuestas. Luego vino la persecución y secuestro de los otros seis aspirantes a disputarles la presidencia. Para asegurar el éxito, la pareja proscribió a los tres partidos opositores más populares; intervino La Prensa, el diario más importante de la nación, propiedad de la familia Chamorro; amenazó a los pocos medios de comunicación independientes; y apresó a varios de los líderes empresariales de mayor jerarquía en el país. De esta escabechina no se salvó ni el escritor Sergio Ramírez, quien vivía en Costa Rica y se vio forzado a emigrar a España. Ramírez acompañó como vicepresidente a Ortega durante varios años en la década de los sesenta.
Para la cita electoral de noviembre, Ortega prohibió la presencia de periodistas extranjeros de medios independientes. Se negó a que asistiesen observadores internacionales pertenecientes a la ONU, a la OEA y al Centro Carter. Se limitó a invitar a sus amigotes rusos, cubanos y bolivianos, quienes rápidamente se apresuraron a señalar que las elecciones habían transcurrido dentro de la más absoluta normalidad y transparencia. Para estos aliados internacionales era ‘normal’ que el régimen hubiese eliminado a los adversarios legítimos acusándolos de ‘terroristas’ y ‘traidores a la patria’; construyese su propia oposición con los ‘zancudos’; presionase a los empleados públicos para que votasen por Ortega; les impidiese sufragar a los más de cien mil nicaragüenses exiliados; y hubiese militarizado la nación con más de treinta mil soldados que custodiaban las calles y amenazaban a los ciudadanos para que acudiesen a los centros electorales.
En medio de este clima de intimidación y terrorismo de Estado, se materializó la victoria de Daniel Ortega y Rosario Murillo: sin rivales de peso, sin competencia real, utilizando la convocatoria electoral como mera coartada para darse un barniz de legitimidad. El órgano electoral anunció, sin ningún rubor, que la asistencia a los centros de votación había sido 65%; una mentira gigantesca, porque los datos extraoficiales hablan de una participación cercana a solo 20%. Ortega obtuvo 75% de los votos, nada que sorprenda, y se quedó con 75 de los 90 diputados de la Asamblea Nacional, lo cual le permitirá seguir mandando sin ningún contrapeso institucional. Se entronizó el personalismo y el militarismo impuestos por el dúo Ortega-Murillo. Nicaragua entró al grupo de los regímenes hereditarios, aunque no sea una monarquía clásica. Pasó a formar parte del clan donde se encuentran Corea del Norte y Cuba. Pronto sabremos a quién Ortega designó sucesor, para los próximos comicios tendría ochenta años, si es que no decide permanecer engrapado al poder.
El reto que tienen frente a sí los sectores democráticos nicaragüenses es enorme. Parecido al que tuvo ese país cuando gobernaba la dinastía Somoza. Solo que ahora se trata de una oposición pacífica, que no practica la violencia, ni desea formar guerrillas, ni tomar por asalto el Palacio Nacional. Las posibilidades de coordinación en medio del ambiente de persecución y hostigamiento que vive, dificultan la tarea, pero es inevitable que realicen todos los esfuerzos y sacrificios necesarios para lograrlo, de lo contrario les espera que las sombras sigan extendiéndose. Los aliados internacionales de Ortega son los mismos de Nicolás Maduro: Rusia, Irán, Cuba.
La comunicad internacional democrática no reconoce los resultados electorales, pero solo actuará con firmeza si ve una oposición combativa y unida. De lo contrario, Nicaragua será abandonada. Tienen que sacar lecciones de lo que sucede en Venezuela.
@trinomarquezc
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