Hay una imagen de una experiencia que viví siendo niña que nunca se ha borrado de mi mente. Se quedó grabada en mi tan profundamente que cuando la recuerdo puedo revivir hasta el olor a hierba fresca, la brisa que acariciaba mis cabellos refrescándome del calor del sol de un día con un cielo de azul intenso, llenándome de esa sensación de serenidad que siempre me ha producido el estar en contacto con la naturaleza. Mi padre estaba tratando de ayudar a parir a una vaca, mis hermanos y yo estábamos de espectadores. Por alguna razón, la vaca gemía de dolor sin poder sacar a su becerro; entonces, papá metió su brazo dentro del animal e hizo un giro al pequeñito atascado. Al retirar su brazo, poco a poco el becerro fue asomándose hasta que salió completamente, dio unos cuantos traspiés, luego se enderezó y se dirigió exactamente debajo de su madre para mamar.
En mi mente de niña, aquella escena me dejó maravillada. El becerrito sabía exactamente a dónde tenía que ir a tomar el alimento para comenzar su vida. Centenares de escenas como ésta se encuentran por doquier en la naturaleza, hasta las bestias más temidas al nacer buscan a su progenitor, su refugio, su alimento para subsistir. A diferencia de los animales, los seres humanos debemos ser protegidos y cuidados por nuestros progenitores porque al nacer no contamos con la capacidad de ir hacia ellos. Una vez que tomamos consciencia de dónde está nuestra refugio y provisión regresamos a ese lugar, a ese amor. Luego, crecemos y un buen día levantamos vuelo para formar nuestro propio nido, para comenzar un nuevo ciclo, para parir nuestros propios hijos, para amamantarlos en nuestro regazo, para tener nuestro propio refugio.
Este nido de amor que constituye la familia puede albergarnos siempre. Dios, en su diseño divino de la raza humana nos ha dado el inmenso privilegio de ser familia. El es su creador, el fundamento de ella. Y me gusta pensar que de la misma manera que el becerro sabía exactamente a dónde ir, todos hemos sido hechos para ir hacia la familia, hacia el diseño de Dios. Así, cuando sabemos que amamos a alguien para siempre, cuando hemos decidido compartir nuestra vida con ese ser especial vamos ante El para recibir su bendición, para ser besados por su amor, iluminados por su palabra, acobijados por sus brazos en la fundación de nuestra propia familia.
Porque siempre, más allá de nuestros hermanos, de nuestro padres, de nuestros abuelos y de toda nuestra familia extendida está Dios. El ha prometido estar con nosotros todos los días hasta el fin. Su consuelo puede hacerse palpable en cada paso del camino, pues El está al alcance de una oración, de un pensamiento que se eleve hacia su presencia. En los instantes de alegría, en la hora de la tristeza, en el día soleado, en la mañana sombría, en la noche larga, en las lágrimas y en cada risa, Dios puede estar con nosotros. Nuestras almas le anhelan, pero nuestras mentes se desvían de su camino, distraídas por toda clase de ofertas de efectos instantáneos que nos ofrece el mundo. Por esa razón, como aquel becerrito debemos caminar hacia nuestro creador, con la seguridad de que siempre encontraremos el amoroso cobijo de Dios.
“Bajo la sombra del deseado me senté, su fruto fue dulce a mi paladar. Me llevó a la casa del banquete, y su bandera sobre mí fue amor”. Cantares 2: 3b-4a.
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