A la digestión del conflicto venezolano no le ha faltado el rótulo de “guerra”. Bien sea por convencimiento real, tremendismo, analogía útil o exageración pedagógica, quienes así lo bautizan esgrimen argumentos que toca medir con ojo cauto. Aducen, claro, que la agresión sostenida contra la población por parte de un régimen afanado en blindar su dominación, calza en los parámetros del enfrentamiento bélico, no político. Hablan de guerras híbridas, no convencionales, esas que recurren a medios que vigorizan la amenaza de la violencia explícita. La puntillosa caracterización, sin embargo, no contempla que el bando marginado no podrá responder a la dinámica de marras pues no cuenta -y posiblemente, no le interesa contar- con el poder de fuego que sí define al agresor.
Nada de eso remite a la sublimación de la guerra que se gesta en la arena política, involucrando a rivales en pugna por la hegemonía, por los apoyos mayoritarios. He allí una ventana que los “sin-poder” siempre pueden utilizar. Por lo mismo, la vista de una vulnerabilidad sin resolución no puede resultar más invalidante, más fatalista. Abrazarse a esta última y desestimar el enfoque político del conflicto, es casi suicida. Un actor que, por naturaleza, no es propenso a administrar poder de fuego sino a alzarse con las armas de la confrontación dialéctica -esto es, las palabras- poco o nada puede aportar en un contexto donde la política se ha agotado.
De someternos al degolladero de tales diagnósticos, ¿cabría imaginar alguna salida que amén de realista, apele a la autonomía y vigor propios del ciudadano? ¿No es esto al final una coartada para la inmovilidad: jamás arquitectos del cambio sino esclavos perennes de la expectación?
En todo caso, lo justo será enfocarnos en la resuelta construcción de esa paz que camina más allá de la ausencia de guerra formal. “Paz” que no entraña renuncia a la beligerancia, ni sumisión; tampoco trámite “acomodaticio” como espetan los cultores del todo-o-nada. Una cuyo beneficio sería mezquino calificar como obra de “blandengues”, de “tibios” sin moral. Se trata de esa paz que conviene invocar no sólo porque la emergencia sanitaria amenaza con sumirnos en una suerte de “estado de naturaleza”; sino para explorar alternativas de gestión del conflicto que apunten a la ansiada transformación política.
Transformación es, en este caso, voz clave. Hacia ella se dirigen los afanes de quienes buscan crear condiciones para el encuentro fructuoso entre decisores, sometidos acá por la creciente presión de una sociedad llevada al límite. Transformación, que implica desactivar esa lógica del amigo/enemigo que emponzoña el cortijo común y encadena al prejuicio. Que implica, también, mirar la relación con el adversario no como refriega moral, puja entre bien y mal absolutos; determinismo que anula la complejidad de la condición humana y su falibilidad, y auto-invalida para agenciarla. La política (guerra simbólica, eso sí) no es asunto metahumano, sino faena de mortales apelando a sus rasgos, musculatura y destrezas.
Asumiendo que el arma de esa sociedad en desventaja sigue siendo la palabra -y ello alude al “soft power” propio de la diplomacia- no cabe entonces atribuirle dotes miríficas. Al contrario, la transformación que suscita la relación dialéctica pide persistencia, discernimiento y compromiso; trabajo arduo, no sólo fe. “Lograr que otros actores quieran los resultados que tú deseas” (seducción en vez de coacción, dice Joseph Nye) pide, sobre todo, tiempo. Tiempo habilidosamente invertido en acciones que no son un fin en sí mismas. Marcha progresiva, reforma y acumulación, antes que ruptura y supresión.
Sabemos cuan sinuoso luce el camino hacia un arreglo con un gobierno marrullero y nada dado al ganar-ganar, cuestionado y financieramente limitado, a fin de concretar, por ejemplo, un plan de vacunación o la designación de un CNE que abra puertas a la reinstitucionalización. Es preciso mantener pies en tierra, claro, y no perder de vista un dato: negocian quienes lo necesitan. Lo cual, paradójicamente, llevaría a creer que la posibilidad de cooperar no aparece acá como efecto del “Wishful Thinking”, sí de una agenda de aprietos reales que exige atención funcional.
Similar paisaje, por cierto, anticipó la firma de célebres acuerdos de paz. En Sudáfrica, entre el ANC liderado por Mandela y el gobierno de De Klerk, fruto de una negociación de 3 años que acabó con 44 de Apartheid. El de Guatemala, que en 1996 puso fin a una guerra de 36 años. El alto al fuego en Angola (2002) que tras 27 años dio paso al gobierno de Unidad Nacional. El de Nepal, después de 10 años de guerrilla. El que en 2016 acuerdan el Gobierno de Colombia y las Farc. O el que se produjo luego de más de una década de negociaciones (1998) entre IRA y el gobierno británico, en Belfast. Los ejemplos confirman que la transformación que habilita el espacio político no es inmediata: pero cuando ocurre es lo bastante poderosa como para apostar a su sostenibilidad.
@Mibelis
https://www.analitica.com/opinion/transformacion-2/