La pregunta que formula un trabajo del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo es inquietante: “¿habrá necesidad de advertir que “política” no es sólo (ni es siempre) lo que hacen los políticos, sino lo que hacen los ciudadanos y sus organizaciones cuando se ocupan de la cosa pública?”
Pese a ser tan obvio, es tan olvidado: la vida cívica afecta el desempeño de la democracia.
El factor capital resulta central en toda economía en un contexto político de democracia. De las diferentes formas de capital, el intangible -el capital humano y el capital social- es el más relevante. En las democracias, el capital social es el más potente factor de producción. Francis Fukuyama entiende que el capital social es aquel que nace a partir del predominio de la confianza, personificado en el grupo más pequeño y básico de la sociedad, la familia, así como en el grupo más grande de todos, la nación, y en todos los grupos intermedios, que se amalgaman por la cultura cívica.
En su libro Para hacer que la democracia funcione, R. Putnam señala: “el capital social se refiere a las características de organización social, tales como la confianza, las normas y redes, que pueden mejorar la eficiencia de la sociedad mediante la facilitación de las acciones coordinadas”. Por ser el conjunto de lazos de confianza interpersonal, generados por normas de reciprocidad y de ayuda mutua, que mantienen una fuerte participación en las asociaciones de la comunidad, favorece la acción de compartir información, de coordinación de actividades y la adopción de elecciones colectivas. Por ende, contribuye a mejorar el sistema político e incrementar el desarrollo económico.
El capital social muestra, también, un elemento muy importante: la iniciativa productiva de las comunidades de bajos recursos. Son destacables las experiencias en términos de programas sociales, donde aquellas comunidades que sufren carestías de toda índole recuperan su autoestima, su identidad cultural y desarrollan acciones en favor del bienestar grupal.
Diversos estudios destacan la importancia del capital social en el desarrollo de las naciones. Kirk Hamilton, John F. Helliwell y Michael Woolcock, en un profundo análisis de 2016 encontraron fuertes diferencias entre los países. Aunque es un importante componente de la riqueza total en todos ellos, el análisis muestra grandes variaciones de porcentajes de capital social, que van del 12% del total de la riqueza en América latina al 28% en los países de la OCDE.
La confianza generalizada, en una economía de libre empresa, es el componente principal del capital social que permite resultados económicos favorables.
De los datos emanados de World Values Survey (WVS) y de S. Robbins (2009 y 2013, respectivamente), frente a la pregunta de si se puede confiar en la mayoría de la gente, el porcentaje de la población que responde afirmativamente en la Argentina es del 16,8%. En tanto, en Dinamarca es del 71,3%, en Noruega, del 69,7% y Suecia, del 64,6%. No es mera coincidencia que estas sean justamente unas de las economías más desarrolladas y con avanzados sistemas políticos.
Las elecciones y los procesos democráticos subyacentes muestran la cruda realidad latinoamericana: la escasez de capital social, por ende, su aletargado crecimiento económico. Países de enormes riquezas naturales revelan pobres resultados económicos con una inequitativa distribución del ingreso. No es el caso hablar acá de Venezuela. ¿Para qué? Si nuestro país es un alarmante ejemplo.
Tal es su importancia que el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y las Naciones Unidas, entre otros organismos, crearon áreas dedicadas a impulsar el capital social.
La democracia está determinada por la cultura cívica, donde la educación cumple un rol central. Como dimensión que regula la cooperación y los beneficios públicos, la cultura cívica está ligada a los componentes del capital social, pero también al ámbito de la cultura y de las instituciones. Y los factores como normas y confianza están vinculados a la capacidad cultural de orientar conductas.
La democracia argentina, en lugar de enriquecer este capital, lo ahoga y así, paradójicamente, se debilita a sí misma. La pregunta es como romper el círculo. Si la misma dirigencia, sea empresarial o política, no logra definir hacia dónde ir, esto es cuál es el objetivo estratégico, parece imposible que se rompa el círculo vicioso.
Fukuyama cree que “la vitalidad del [capital social] es esencial para el funcionamiento del mercado y la democracia”. Esto significa que la comunidad no debe aguardar demasiado del gobierno. Pero sí debe asegurarse de la confianza y los valores se alimenten y crezcan. Es la comunidad la que debe presionar para un mejoramiento de la educación, especialmente en la etapa escolar.
Una política educativa de exclusiva acumulación de capital humano tiende a ser poco efectiva. Frente a la ausencia de capital social, el capital humano pierde utilidad. El caso argentino es elocuente. Nuestro país no logra salir del estancamiento dada por su excesiva individualidad, ciertamente creativa en términos unitarios, pero poco propensa a la acción comunitaria, con valores cívicos debilitados.
Amartya Sen subraya: “Los valores éticos de los empresarios y los profesionales de un país (y otros actores sociales clave) son parte de sus recursos productivos”. Si tales valores se hallan a favor de la inversión, la honestidad, la tecnología y la inclusión social, son activos verdaderos. Por el contrario si están ligados a elementos como la corrupción, la falta de escrúpulos, bloquean el desarrollo. Sin un propósito expreso, Sen parece reflexionar sobre nuestro país.
Manuel Alvarado Ledesma es Economista
Este artículo se publicó originalmente en La Nación (Argentina) el 3 de abril de 2021
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