Después de casi cinco años en Salamanca, la ciudad de los saberes, emprendimos un largo y tortuoso viaje de regreso, vía Estambul, para llegar – agotados pero entusiasmados -, a esta Tierra de Gracia, como fue conocida, en tiempos de la colonización española, la ahora denominada Venezuela.
Por razones de pandemia, no pasamos por Caracas y volamos al día siguiente a Porlamar: las primeras impresiones fueron por lo demás gratificantes, el personal del aeropuerto, de migración y del SENIAT, muy profesionales y cordiales, e igual los la de línea aérea, alejaron los lógicos temores que trae quien dejo atrás un país que, en los últimos años, literalmente, se desmoronó.
Lo primero que se aprecia y valora es el azul del Caribe Mar, la gentileza y el sentido de humor del venezolano, y el afecto de los familiares y amigos, tan ausente en lejanas tierras. Tenía mucho tiempo sin venir a Margarita. Me disgustaba, confieso, esa suerte de rebatiña, de mercado persa, esa compra compulsiva del venezolano de clase media en permanente búsqueda de gangas y ofertas, para dispendiar el dinero, cuando había y se podía hacer; las llamadas rebozadas bolsas margariteñas y las cajas de escocés eran buen ejemplo de ese apremio consumista.
Ciertamente, constatamos lo que ya sabemos: la existencia de dos Margaritas, la existencia de dos países, uno buchón, ahíto, dolarizado, donde más que un enchufado, los bolichicos, compran de todo – nacional o importado -, en los bodegones bien surtidos de la isla o en las caras tiendas de los gigantescos comerciales de la isla, donde destacan los vehículos y las camionetas de lujo estacionados, símbolo inequívoco de riqueza y jactancia.
Pero, desafortunadamente, hay otra realidad, la del creciente desempleo, la proliferación de ventorrillos, con sus correspondientes puntos de venta, de verduras, quesos, empanadas, pescado, aceite de motor, productos de limpieza, toda una buhonería de nuevo cuño. La triste imagen de comercios cerrados y quebrados, apartamentos abandonados, unida a los carros destartalados que atentan contra la seguridad ciudadana, al descuido del ornato y de limpieza, a la falta de mantenimiento de las carreteras y autopistas, y, en especial, el dantesco espectáculo de niños disputándose una empanada regalada por algún comensal de buena voluntad, que decide no volver más al local, para evitarse la amargura de ver tanto niño mal nutrido y abandonado a su mala suerte.
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