Los 800 millones de dólares con que cuenta la Unidad Nacional de Protección han sido pocos para garantizar un mejoramiento de la violencia en el país vecino. La entidad que depende del Ministerio del Interior y que lleva ya 10 años de trabajo – 4 de ellos dentro de la política de pacificación nacional que impuso el Acuerdo de Paz de La Habana- se ha orientado hacia la defensa de los derechos humanos a través de herramientas de protección a la ciudadanía en situación de riesgo. Se han especializado en identificar las amenazas y vulnerabilidades de las poblaciones objeto de violencia y a gestionar soluciones estratégicas para garantizar la vida de sus componentes y de mejorar el tiempo de respuesta en la ruta de protección a la ciudadanía.
Pero sus resultados son muy magros. En el año 2016, 61 líderes sociales fueron asesinados, en 2017 fueron 84, en 2018 aumentaron a 115, en 2019 se incrementaron a 108 y en 2020, en medio de la pandemia mundial del COVID, hubo registros de 133 asesinatos. Este año ya arrancó muy mal. El Tribunal de Paz creado por el histórico acuerdo, ya denunció que los primeros días de este año fueron los más violentos desde 2016.
Cuesta entender como esta lacra no puede ser perseguida y combatida pero los representantes gubernamentales se escudan en el hecho de que el 70% de los casos, los perpetradores de la violencia son grupos armados ilegales que operan en las zonas de cultivo de la coca. Si. La realidad es que el desmantelamiento de estos grupos es una tarea lenta que se compone, por una parte de acciones de persecución y de seguridad territorial, aunada a tareas de reforzamiento legal y de justicia.
Pero es que dos cosas se juntan en Colombia para que los crímenes de esta naturaleza mantengan su siniestra vitalidad. Una es la falta de compromiso del gobierno de Iván Duque –heredada en buena parte de las políticas del expresidente Alvaro Uribe- en favor de la implementación de los Acuerdos de Paz. Llenar el vacío territorial que han dejado las FARC tenía que haber sido una inmediata prioridad. Lo contrario ha conformado un ambiente ideal para que las disidencias guerrilleras ocupen los espacios y promuevan el odio y la retaliación en contra de la población en general y particularmente de los líderes visibles de las derechas y defensores de los derechos y de la legalidad. Una vez que el rol del Estado en las zonas apartadas se percibe como inexistente, las nuevas fuerzas del mal se encargan de intimidar, de crear un nuevo régimen de rendición de cuentas y se aseguran que los líderes se percaten de las amenazas que se ciernen sobre ellos.
La otra es que, sumergido en la atención que requieren problemas coyunturales como la pandemia y la avalancha migratoria venezolana, el abordaje de los temas de seguridad y prevención en el interior del país no ha tenido ni fuerza, ni vitalidad, y menos aún convicción. Las instituciones que se ocupan de estos temas dentro del gobierno colombiano son unas cuantas, pero la falta de coordinación entre ellas es lo ordinario. Por citar solo algunas, allí actúan en terrenos colindantes, la Subdirección Especializada de Seguridad y Protección de la Unidad Nacional de Protección, la Unidad Especial de Investigación de la Fiscalía General de la Nación, la Comisión Intersectorial para la Respuesta Rápida a las Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo, La Comisión de la Verdad, la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad, el Consejo Nacional de Reincorporación. Otros tantos grupos de acción y de evaluación operan en el territorio vecino del lado de Naciones Unidas pero, de igual manera, cada cual con una agenda propia.
La violencia no va a ceder en este 2021 y mientras más se acerque el período electoral, la inestabilidad que ella genera jugará a favor de un cambio que difícilmente apoyará lo fallido del gobierno de Iván Duque.
El acuerdo suscrito con las FARC dista mucho de ser perfecto. Su virtud única es haber dejado atrás décadas de lucha contra el principal movimiento guerrillero. El gobierno no ha sido entusiasta de la puesta en marcha del acuerdo, pero esta laxitud, lejos de beneficiar a sus compatriotas terminará por dejarles un legado de violencia incontenible de la están beneficiando grupos irregulares, agentes del narcotráfico y de explotaciones ilegales y los restantes alzados en armas que no se plegaron a la Paz de La Habana.
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